domingo, 5 de noviembre de 2023

 

La noche más oscura

 

Una densa calma dominaba aquella noche cerrada y brumosa. Unos pasos silenciosos, y acaso titubeantes, dirigían a un hombre que parecía deambular en la calle desierta, a altas horas de la madrugada.

Detuvo su marcha frente al número veintiuno y elevó la mirada hacia la fachada de la casa que tenía frente a él, de dos plantas y sin luces encendidas. Era su hogar, por fin había llegado. Una especie de impostada sonrisa se esbozó en su rostro, pálido y confuso. Intentó colocar, sin éxito, un mechón de su flequillo que caía sobre sus ojos y se dispuso a entrar. Muro de piedra y puerta de hierro forjado, por la que se accedía al patio anterior de la vivienda. Un bonito y cuidado arco de hiedra enmarcaba las puntas de lanza que coronaban la obra maestra de artesanía del metal que era aquella espectacular puerta. No encontraba las llaves y tuvo que registrar todos los bolsillos de su ropa.

El potente ladrido de un perro rompió el silencio de la noche. Entonces comenzó a llover con cierta intensidad, algo que no pareció inmutar al hombre, que continuó con su ritmo quedo y vacilante, casi a cámara lenta. Una vez entró en el patio, cesaron los ladridos. “Otto me ha reconocido”, pensó. Tan sólo la tenue luz de una farola lejana iluminaba el camino del hombre, que ya subía, con paso indeciso, los escalones de la entrada. Era muy tarde, intentaría no hacer ruido. Todo estaba muy oscuro y él se sentía confuso.

Ya en el interior de la vivienda, en el recibidor, se dio cuenta de que no había limpiado sus pies en el felpudo, cosa que siempre hacía con mecánica meticulosidad, especialmente cuando llovía, y en aquel lugar era muy a menudo. Iba a poner todo perdido de agua, se lamentó. Estaba empapado.

No encendió ninguna luz. Primero entró en la cocina, luego en el salón y por último en el despacho. Parecía ir sin rumbo fijo; una vez accedía a cada habitación, echaba un vistazo a su alrededor y salía. Volvió a escucharse el ladrido del perro, desde el semisótano de la casa, pero esta vez parecía más una llamada para jugar que un aviso desafiante. “Ahora no, Otto —dijo el hombre en voz baja—, vas a despertar a todo el mundo”.

Volvió al vestíbulo e inició la subida por las escaleras que llevaban a la planta superior, donde se encontraban los dormitorios. “Quince, dieciséis y diecisiete”. A menudo contaba de manera inconsciente los escalones cuando subía a la planta superior. Entró en la primera habitación que se abría a su derecha. La persiana de la ventana estaba subida, pero apenas entraba luz suficiente para apreciar una abundante melena pelirroja, desordenadamente extendida sobre la almohada de la cama. Se acercó hasta la altura del cabecero y extendió la mano hasta acariciar suavemente la exuberante cabellera de su hija, plácidamente dormida. “Carla, mi amor. Estás preciosa hasta cuando duermes”. Se inclinó sobre el cuerpo yacente y besó su frente de manera cariñosa.

Avanzó por el distribuidor hasta la siguiente habitación. La puerta estaba cerrada. La abrió cuidándose de no hacer ruido. La oscuridad era absoluta. “Qué raro ­­—pensó el hombre­—, a Santi también le gusta dormir con la persiana subida, como a su hermana mayor”. Se sentó en el borde de la cama y tentó con sus manos entre las sábanas. “¿Dónde está mi niño?” Tras unos segundos que le parecieron eternos, descubrió que no había nadie en la cama. Una profunda desazón se apoderó de manera súbita del hombre. Una sensación aterradora inundó su mente. No sabía por qué, pero un punzante dolor atravesaba su corazón. De pronto, un vago recuerdo afloró en su mente y quería gritar, salir corriendo de allí… Apretó las manos sobre su cabeza mientras hincaba las rodillas en la alfombra del suelo. Intentó volver a la calma. No quería hacer ruido; no debía despertar a nadie.

Salió de allí y se dirigió a su dormitorio. “Ya es muy tarde, necesito descansar”. Su esposa dormía profundamente, aunque la respiración parecía un tanto acelerada. Se acostó junto a ella y acarició su mejilla, para intentar tranquilizarla. “Ya estoy aquí, cariño —le dijo el hombre a la mujer que tenía junto a él—. No he podido traer a Santi. A ver si mañana…” Y se durmió junto a ella.

Entonces la mujer despertó, sobresaltaba y cubierta de sudor. Se levantó de la cama y acudió a la habitación de Carla, su hija mayor.

—¿Qué te pasa, mamá?

—He tenido un sueño…

—¿Otra vez con papá? —interrumpió la adolescente.

—Sí, pero esta vez parecía que estaba aquí. He sentido que se acostaba en la cama… Hasta he notado cómo se hundía el colchón junto a mí… ¡Estaba a mi lado!

La mujer no pudo reprimir las lágrimas y tomó a su hija por los hombros.

—Carla: ¡Me ha tocado la cara!

La muchacha abrazó a su madre y también lloró.

—¿Y Santi, aparecía también en el sueño?

—No, Santi no estaba. Tu padre me ha dicho que no había podido traerlo… —la mujer rompió de nuevo a llorar, desconsolada— Como si aún siguiera buscándolo.

Madre e hija permanecieron un rato abrazadas, en silencio.

—Papá hizo todo lo que pudo —Carla intentaba consolar a su madre—. Si no se hubiera arrojado al mar a por Santi, ahora estaría aquí, pero lo intentó todo, hasta lo imposible…

—Sí, cariño —los ojos de la mujer, inundados en lágrimas y la voz aún temblorosa—, y creo que no va a descansar hasta que lo encuentre. Ahora vamos a intentar dormir.

 

 

Fin

 

 

 

Una historia de Antonio Torres.

En Azuqueca de Henares, a 21 de agosto de 2023

sábado, 12 de noviembre de 2022

 

Una historia de la noche de difuntos

 

 

En Zaragoza, junto al puente romano, a 31 de octubre de 2022.

 

Eran casi las doce de la noche cuando escuché la puerta de la vivienda colindante a la mía, la del tercero B, donde vivía doña Amparo. Aunque decir que vivía allí no era exacto del todo, ya que la misteriosa septuagenaria, de pelo blanco y piel morena, realmente vivía en su Badajoz natal y sólo se desplazaba a Zaragoza en fechas muy concretas y por periodos muy breves.

Era lo único que se sabía de aquella mujer, extremadamente distante y reservada, que, años atrás, había adquirido esa vivienda y apenas se relacionaba con nadie del vecindario, más allá de los educados saludos, que nunca faltaban, cuando se cruzaba con alguien en el portal o las escaleras.

Como cada treinta y uno de octubre, a medianoche, doña Amparo se disponía a salir de casa. Tras varios años observando este rutinario comportamiento, una curiosidad insuperable se apoderó de mí y salí detrás de ella.

Iba, como siempre, elegantemente vestida, con gabardina larga de color camel y zapatos de tacón bajo. Aunque había dejado de llover, se acompañaba de un refinado paraguas de bastón. La noche no era muy fría, pero sí húmeda y brumosa.

La seguía a una distancia prudencial, procurando no perderla de vista, a lo que la niebla no ayudaba en demasía. Su paso era firme y decidido; no parecía el típico paseo sin rumbo ni destino. Pronto dejamos atrás la imponente basílica del Pilar y, a través de la calle Milagro de Calanda, vi que se dirigía al puente de piedra, que franqueaba, imperturbable, el río Ebro desde los tiempos romanos.

No había mucha gente por la calle, tan sólo algunos jóvenes, con disfraces de Halloween, a los que parecía no importarles lo avanzado de la hora. Doña Amparo aceleró el paso, mientras cruzaba el puente. Casi al final, entre las dos últimas arcadas, atisbé lo que parecía una figura humana emergiendo de entre una espesa niebla que ascendía del río. La anciana, a la que seguía a unos veinte metros de distancia, se aproximó a aquella especie de sombra entre las brumas, hasta que llegó a ella y ambos, doña Amparo y la misteriosa silueta, se fundieron en un abrazo. La niebla los engulló y se desvanecieron ante mi incrédula mirada. Angustiado por lo que acababa de ver, decidí acercarme más al lugar de la escena.

Un escalofrío me recorrió de punta a punta cuando, tras disiparse entre jirones la bruma, pude percibir que allí no había nadie. Corrí hasta el pretil donde vi a las dos figuras por última vez, pero nada. Me asomé a las oscuras aguas de aquel que guarda silencio al pasar por el Pilar, pero no se veía más que cerrazón y negrura. Entonces me di cuenta de que me encontraba justo sobre el perturbador pozo de san Lázaro, lugar funestamente relacionado con trágicos accidentes y suicidios. Algunos aseguran que aquella profunda sima no tiene fondo; otros, que una corriente subterránea conduce hasta el mar. El caso es que, a lo largo de los años, muchos son los que han desaparecido para siempre tras caer en aquel agujero.

No sabía qué hacer, así que deambulé durante un rato, a ver si lograba encontrar de nuevo a doña Amparo. Poco a poco iba transcurriendo la noche, a medida que disminuía el tráfico de vehículos. Ya no se veía a nadie por el puente, cuando de nuevo una espesa niebla comenzó a inundarlo todo. De pronto, un frío intenso me traspasó los huesos. Quedé como petrificado al escuchar unos pasos acercarse a mí, entre la blanca espesura. Era ella, que surgió de la niebla igual que había desaparecido. Se aproximó hasta quedar frente a mí y me saludó con un cortés buenas noches.

Me costó entrelazar algunas palabras de manera inteligible, pero logré contestarla.

—La he visto desaparecer con alguien y me he preocupado por usted… Temía que pudieran hacerle algún daño, según están las cosas hoy en día…

Doña Amparo sonrió y, con una calma heladora, me dijo:

—He venido a ver a mi marido. Hace casi cincuenta y un años que se fue, aquí mismo —dijo la anciana, mientras señalaba en dirección al pozo de san Lázaro—, pero no se pudo despedir de mí, por eso no se fue del todo…

Con la vista perdida en algún lugar del puente de Piedra y sin perder la sonrisa, doña Amparo continuó su marcha. Yo no entendía nada y apenas logré balbucir unas palabras, a modo de despedida.

Tras una espera prudencial, también yo inicié el camino de vuelta a casa. Tenía la sensación de haber estado tan sólo unos minutos fuera, pero llegué pasadas las cinco de la madrugada. Al día siguiente, recordé un trágico suceso, acaecido justo en el lugar donde doña Amparo había desaparecido junto a la misteriosa sombra. El 19 de diciembre de 1971 (hace casi cincuenta y un años, como ella misma dijo), un autocar que hacía la ruta Barcelona-Badajoz perdió el control, mientras cruzaba el puente de Piedra, y fue a precipitarse sobre las frías y oscuras aguas del Ebro, en el pozo de san Lázaro. Los viajeros eran, en su mayoría, emigrantes españoles que trabajaban en Suiza y volvían para disfrutar de las fechas navideñas en familia. Hubo diez muertos, nueve de ellos desaparecieron entre las profundas corrientes de la inquietante sima y nunca más se supo de ellos.

 

 

Fin

 

 

 

Una historia de Antonio Torres, basada en hechos reales.

A 31 de octubre de 2022.

 

 

      

martes, 26 de julio de 2022

La casa misteriosa-II

 

La casa misteriosa

 

         Semana Santa de 2022, trece de abril, en algún lugar de la costa mediterránea.

 

Era simple curiosidad, no interés real, he de admitirlo. El caso es que decidí tomar una foto del número de teléfono que estaba escrito en el lugar, ahora tapiado, donde debió ubicarse la puerta principal de la construcción, junto a la leyenda “se vende, for sale”.

Se trataba de una casa señorial, tipo palacete, abandonada desde hacía ya mucho tiempo, según el estado de deterioro que mostraba. Una casa que parecía de otra época. Posiblemente construida no en el siglo pasado, sino en el anterior. De lo que no cabía dudas es que, en su momento de esplendor, seguramente representaba la posición social distinguida, acaso noble, de sus propietarios.

Casi siempre veraneábamos en el mismo lugar. Un sitio relativamente tranquilo, con mar. La típica urbanización ideal para familias con hijos, con piscinas, cuidados jardines y muy cerca de la playa.

Desde la primera vez que acudimos a este rincón, me llamó poderosamente la atención aquella especie de mansión en estado de avanzado abandono. Al encontrarse muy próxima a la urbanización donde nos alojábamos, cada vez que salía a pasear o a sacar a la perrita, iba a visitarla. Los muros exteriores de la propiedad, en algunas partes, estaban completamente destruidos, prácticamente inexistentes, por lo que se podía acceder sin problemas a la parcela que rodeaba la casa, completamente asilvestrada, cubierta por hierbas altas, cardos y demás maleza que crecía naturalmente entre varios pinos, de porte majestuoso, que seguramente fueron ilustres testigos de las circunstancias que rodearon el abandono de tan magnífica morada.

La edificación tenía dos plantas y tres cuerpos bien diferenciados. El central era algo más bajo que los otros dos, levantados en forma de torre, una de ellas coronada por almenas, a modo de castillo medieval, y la otra, acabada en un puntiagudo y decorativo chapitel de teja roja. Las ventanas eran altas y alargadas en ambas plantas, propias de viviendas con techos muy altos. Las de la planta baja estaban protegidas por bonitas rejas de hierro forjado, ya medio oxidadas; las de la superior, con contraventanas mallorquinas, de madera, algunas un tanto destartaladas y otras, cerradas a cal y canto, desde hace quién sabe cuánto.

Junto al edificio principal se encontraba otro, aledaño, prácticamente destruido, que podría haber constituido la vivienda de los sirvientes. Y en la parte trasera había una entrada amplia, que conducía hasta una especie de garaje, amplio y con la puerta arrancada y destrozada.

Cada vez que volvíamos a nuestro lugar favorito de vacaciones, normalmente en el mes de julio, una de las primeras tareas, después de acercarnos a ver el mar, por supuesto, y dejar a la familia instalada en el apartamento, era la de ir a visitar la que terminé por llamar la casa misteriosa. Pensaba que posiblemente, de una vez para otra, podría encontrarla restaurada, en proceso de restauración o incluso habitada de nuevo. Pero no, año tras año me la encontraba en el mismo o peor estado de abandono y deterioro.

Y para que no le faltara de nada, también se decía que la casa tenía, cómo no, su propio fantasma. Al parecer, quien aseguraba haberlo visto, lo describía como un señor de alta alcurnia, vestido elegantemente de otra época, siempre de negro, que intentaba mantener alejados de allí a los ocupadores no deseados… El caso es que, espectros aparte, la estampa de la mansión tenía un cierto toque tétrico y sombrío.

Hasta ahora me había limitado a fotografiarla, desde diferentes ángulos y perspectivas, a cierta distancia, y poco más. Imaginaba cómo debía lucir en sus años de esplendor; me preguntaba quiénes serían sus moradores; hace cuántos años vivieron allí y, sobre todo, ¿por qué se había abandonado una casa como aquella? ¿Por qué nadie la había heredado o adquirido para arreglarla? ¿Por qué tan espléndida mansión se iba consumiendo poco a poco, sin remisión?

Pero en esta última ocasión, quién sabe si por creerme con algún derecho ilusorio sobre aquella casa, señorial en su tiempo, desvalida y solitaria en la actualidad, tras tantos años admirándola desde el respeto y la distancia, incluso deseándola como propia, si las circunstancias económicas lo hubieran permitido, decidí que era el momento de dar el paso de acercarme más a ella; de verla mejor, de tocarla, de asomarme a alguna de sus ventanas desvencijadas de la planta inferior, de pasear por la parcela, de sentirme parte de la historia de aquel amor inalcanzable.

Y entré en el término de la propiedad, por la parte frontal, en la que no había ningún resto de vallado o muro exterior; en lo que debió ser el jardín de la vivienda. Me acerqué a la casa, toqué su fachada, que aún conservaba su color amarillento, muy desmejorado entre las manchas de humedad, las grietas y los desconchones. Paseé a su alrededor, mirando hacia arriba, a los ventanales, las torres, las almenas. No me sentía extraño allí. Percibí que me inundaba un sentimiento de pena, respeto y un cierto cariño hacía aquel lugar. Entonces me topé con la que debió ser la entrada principal, tapiada y enfoscada con cemento, y aquella especie de grafiti, con el anuncio de se vende y un número de teléfono. Saqué mi móvil y fotografié el rótulo. La curiosidad e imaginación tomaron la iniciativa por mí, aunque en el fondo sabía muy bien que nunca podría poseerla.

Antes de irme de allí, tuve tiempo para observar algún detalle más, como una escalera exterior, en la parte trasera, que moría en otra puerta tapiada, esta vez en la segunda planta. Las dos únicas puertas de acceso a la vivienda estaban cegadas, por lo que resultaba imposible entrar en la casa, puesto que todas las ventanas de la planta baja estaban salvaguardadas por sólidas rejas. La única opción para irrumpir en su interior consistía en trepar hasta alguna de las ventanas superiores, a una altura considerable, aprovechando las que tuvieran las contraventanas deterioradas. Junto a la base de la escalera se encontraba una curiosa hornacina, encastrada en el muro lateral, ahora vacía, pero seguro que en su momento cobijó la imagen de algún santo o virgen. Esto hacía suponer que quien encargó la construcción de la mansión era de profundas creencias religiosas. Me asomé, sin entrar, al espacioso hueco donde ya no había puerta, de lo que parecía una especie de garaje o almacén, pero pude ver cómo en aquel lugar si había indicios de cierto uso, aunque fuera por parte de personas ajenas a la propiedad. Se veían cajas colocadas boca abajo, a modo de mesas, con algunas botellas vacías de bebidas alcohólicas, un par de colchones, algunas sillas de plástico, seguramente sustraídas de algún bar, y vasos y cristales por el suelo. Me llamó la atención una pintada, a brochazos gruesos, sobre la ennegrecida pared del fondo, que decía “VAIS A …” ¿Vais a qué? me pregunté, aunque no le di mayor importancia. Me disponía a marchar de allí, no sin antes echar un último vistazo a la fachada principal, enfocando mi atención en la torre del tejado rojizo, de la que salía una terraza, cuyo suelo había cedido. Justo sobre el dintel del espacioso balcón de su planta superior, tomaba protagonismo una inscripción, en relieve, en la que se leía “Villaura”. Era el nombre de la residencia.

Volví al apartamento, con la familia, y continué con las actividades propias de estos periodos vacacionales. Pero no lograba quitarme la casa misteriosa de la cabeza, así que después del paseo con los niños para lograr el ansiado helado de cucurucho, que tanta ilusión les hacía, eché mano del teléfono y, tras unos instantes de indecisión, llamé al número que estaba escrito sobre el tabicado de la puerta principal. Una inusitada agitación me acompañó durante los segundos que sonó el tono de llamada. No contestaron y colgué, casi con cierto alivio. Me sentí perplejo por la extraña sensación. Parecía absurdo, pero había sentido temor a que me contestaran. De inmediato me arrepentí por haber llamado; dejé el teléfono e intenté olvidarme de la llamada y de la casa.

Casi lo había logrado, cuando de pronto sonó la canción “Close to me”, del grupo The Cure, melodía de llamada de mi móvil. Algo en mi interior me impedía ir a cogerlo, aun sin saber quién me llamaba… Uno de mis hijos me acercó amablemente el teléfono y se quedó mirándome, perplejo, porque no contestaba. Entonces lo miré (no lo había hecho hasta ese instante) y vi que se trataba del número al que yo había llamado hacía poco más de media hora. Me levanté y salí a la terraza, para estar solo, y contesté.

Era una voz femenina, parecía de una mujer joven.

         –Tengo una llamada perdida de este número, de hace un rato… ¿Me has llamado?

         Me pareció un tanto informal la forma de dirigirse a mí. Confirmé mi sospecha de que no se trataba de una inmobiliaria. Sería la dueña de la propiedad o alguien cercano.

         –Eeeh… sí. He llamado por el anuncio de una casa abandonada…

         –Ah, claro –me interrumpió–, la casa abandonada. Está en venta, ¿quiere verla?

         –La he estado viendo –contesté, pensando que poco más se podía ver, al estar tapiadas sus puertas–, sólo era por saber qué precio tiene…

         –Me pillas muy cerca de allí; te la puedo enseñar ahora mismo.

         –He visto que las puertas… –insistí, pretendiendo dar por zanjado el asunto.

         –No se puede entrar –volvió a interrumpirme–, eso es verdad, pero te puedo enseñar algunas cosas, si es que tienes interés.

         En aquel momento me pareció escuchar de fondo unas risas y alguien que mandaba callar a quien reía.

         –Ya es un poco tarde –añadí–, ¿no sería mejor mañana?

         Eran más de las ocho y media. No tardaría mucho en anochecer.

         –Mañana salgo de viaje, tiene que ser hoy, ahora. ¿Le interesa la casa o no?

         Mi cabeza me pedía terminar la conversación cuanto antes y olvidar el asunto, pero me sorprendí a mí mismo diciendo que estaría allí en cinco minutos. “No tardas nada –me dije, intentando convencerme de que había hecho lo correcto–, que te cuente lo que sea de la casa, te informe del precio, que será inalcanzable, y asunto resuelto”. Tal vez podría llegar a conocer la historia del porqué del abandono, pensaba, durante los escasos dos minutos que tardé en presentarme en el lugar en cuestión.

         Cuando llegué no vi a nadie en la zona de la fachada principal, lugar lógico para esperar a alguien que viene a ver la propiedad. Tal vez había comparecido muy pronto, deduje. No tardará en llegar. “Y si no viene nadie en unos minutos, me voy de aquí y punto”, me dije, convencido. No obstante, decidí rodear la vivienda, por si acaso me esperaban en la parte trasera.

         Estaba doblando la esquina norte del edificio, cuando me pareció escuchar algo tras de mí. No había terminado de girarme cuando noté un fuerte impacto en mi cabeza y todo se hizo oscuridad y silencio.

        

         La consciencia volvió a mí, así como la visión, aunque no para percibir ni ver nada bueno. Un intenso dolor de cabeza apenas me permitía enfocar la vista en lo que tenía frente a mí, a pocos metros de distancia. La bruma se iba dispersando, mientras empezaba a darme cuenta de mi situación. Aparte del terrible dolor de cabeza, sentía frío en todo mi cuerpo. También apreciaba dolor en las muñecas y los tobillos… Algo adhesivo amordazaba mi boca y me impedía tan siquiera mover los labios.

         Por fin vi donde me encontraba. Estaba situado justo enfrente de la pared que había llamado mi atención tan sólo hacía unas horas. Ante mí se mostró de nuevo la pintada que decía “VAIS A…” Apenas podía mover la cabeza, por el lacerante dolor, para ver lo que me rodeaba, pero percibí la presencia de varias personas y el olor de velas encendidas, entremezclado con el de porro y alcohol… Estaba completamente desnudo, sentado y atado a una de las sillas de plástico que también había visto por allí. Mis tobillos y muñecas estaban fuertemente amarrados a las patas de mi asiento, supuse que con bridas, y no podía moverme. Tal vez sí hubiera conseguido tirarme al suelo, pero temía el impacto irremediable de mi cabeza contra el pavimento y lo descarté de inmediato.

Entonces oí una voz, masculina, a mi derecha, a muy poca distancia.

–¿Y este tipo quería comprar la casa? Pero si apenas lleva pasta en la cartera, el muy hijo de puta… A ver qué podemos hacer con las tarjetas; él ya no las va a bloquear…

Escuché alguna risa. Parecía haber, al menos, dos personas a mi diestra. Pero, justo desde el otro lado, hizo acto de presencia una mujer, joven, para situarse frente a mí.

–¡Ya tenemos despierto a nuestro posible comprador!

Las risas arreciaron. Reconocí la voz; la que hablaba era la misma persona con la que había charlado por teléfono, hacía unos minutos. Acercó su rostro al mío, sonriendo. No tenía aspecto de ser la propietaria de la mansión abandonada. Sencillamente no tenía aspecto de ser la propietaria de nada.

Era una joven de no más de treinta años, ojos grandes y mirada dura; piercing en nariz, labio, ceja y más lugares que no pude determinar. Su pelo era moreno, con flequillo recto y corto, rapados los laterales de la cabeza y rastas por detrás. Noté que me tocaba; su mano se deslizó desde mi cara, pasando suavemente por el cuello, pecho y abdomen, hacia la zona púbica. Su otra mano acercó un porro hasta sus labios, noté el calor del cigarro por la proximidad, apuró una intensa calada y soltó el humo suavemente sobre mi rostro. Las risitas volvieron a hacer acto de presencia.

–Venga, que no podemos perder más tiempo –intervino la voz masculina–. Ya nos ha visto. Haz la ceremonia y nos largamos de aquí.

La mujer que tenía enfrente, que seguía acariciándome, miró de manera áspera hacía el lugar de donde venía la voz, afeando el apremio, pero guardó silencio. Volvió sus oscuros ojos hacía mí y dulcificó su semblante. Dio otra calada y, de nuevo, exhaló el humo hacia mí, en esta ocasión acercándose aún más, hasta posar sus labios en los míos, de no mediar lo que, en ese momento, me pareció cinta americana, fuertemente pegada a mi boca. Tras unos interminables segundos, se apartó de mí, sin desviar nunca su mirada de la mía, sin dejar de sonreírme. Cesó en su manoseo y cogió algo que, de inmediato, puso frente a mi vista. Era un cúter.

Sacó la cuchilla lentamente, disfrutando mientras observaba el gesto de terror que se apoderó de mi semblante. No sé si por el frío o por el miedo, acaso por ambos, pero no pude contener un estremecimiento que recorrió todo mi cuerpo.

–Yo soy Laura, la señora de esta casa –me habló con una voz fría y firme– y debes pagar por tu atrevimiento.

Entonces, a un escaso palmo de mi cara, desvió su mirada hacia abajo. Yo no podía hablar, gritar; no podía moverme. El dolor de cabeza parecía haber agarrotado mi cuello y ni siquiera lograba girar la cabeza hacia un lado, para evitar su siniestra mirada.

–Ahora sí –miró, desafiante, hacia el hombre que había intervenido antes– es el momento de la ceremonia de los cinco cortes. Cinco, ni uno más… Quien pretende profanar esta nuestra casa, debe pagar con su vida.

Se apartó un instante y señaló con su mirada las palabras escritas en la pared, a brochazos, que en ese momento alcanzaron para mí una dimensión nueva y desalentadora. “VAIS A…” Para mayor desesperación, observé que lo que en un primer momento parecían tres puntos, realmente eran cinco, pero no redondos precisamente, sino ligeramente alargados, como rayitas… como cortes, ¡los cinco cortes!

Cómo explicar lo que sentía en aquella situación. Mi aturdida cabeza no podía asimilar con rapidez lo que se me venía encima. Tenía miedo, qué digo, estaba aterrado, como no pensaba que se podía llegar a estar. No recuerdo si intenté decir algo, si llegué a emitir algún sonido, si probé a moverme… El caso es que antes de darme cuenta, noté cómo la cuchilla entraba en mi pierna, en la parte superior del muslo, y comenzó a cortar, despacio y profundamente, en dirección a la rodilla, hasta llegar a ella. Noté en la piel el calor de la sangre, al brotar desde el abismal corte que partía en dos mi muslo derecho. Escuché “el primero”. Forcé el cuello y pude mirar hacia abajo, para ver mi pierna abierta en canal, manando sangre como una fuente. Sentí que me mareaba; la visión se nublaba y empezaba, de nuevo, a perder la consciencia.

A la sazón, noté cómo se clavaba de nuevo la cuchilla en mis carnes, mientras se oía “el segundo”, esta vez en la pierna izquierda, para repetir la misma operación. Corte hondo en el muslo, desde el inicio mismo hasta la rodilla. Volví a sentir el calor de la sangre mientras envolvía la pierna entera. El intenso dolor quedaba en un segundo plano, pensando que me iba a desangrar, si no acababan con mi vida antes. Era muy difícil ordenar las ideas en ese momento, pero una angustia vital se apoderó de mí y acepté que estaba a punto de morir. Pensé en mis hijos, en mi esposa, en mi madre… Todo se terminaba para mí, no volvería a verlos.

Cuando escuché “el tercero”, la afilada hoja metálica ya había entrado en mi hombro derecho y seccionaba, poco a poco, todo cuanto se encontraba en su camino, hasta el codo. Un nuevo río de sangre fluía hacia mi mano y regaba aún más el suelo del lúgubre lugar en que se había convertido el garaje que, unas horas antes, había visitado. Cuanto me rodeaba se tornó nebuloso; la realidad empezaba a jugar con la imaginación y los más terribles pensamientos. Tal vez ya sólo esperaba que aquello terminara cuanto antes.

Un bofetón en la cara me sacó del ensimismamiento e inconsciencia. Volví a ver pegado a mí el rostro de la que se hizo llamar Laura, la presunta señora de la casa. Su sonrisa ahora se había transformado en una especie de mueca maléfica.

–No te vayas a desmayar ahora, que aún quedan dos y no te los puedes perder.

Se oyó de nuevo la voz masculina cerca de mí.

–Esta vez el fantasma de la mansión se está pasando de sangriento… ¿No dicen que usa un bastón de señorito para atizar a los invasores? Pues me da que no va a colar…

Se volvieron a escuchar risas.

–Venga, que el cuarto va a ser rápido, ánimo –aquellos ojos oscuros, como la muerte, parecían fuera de sí.

Noté cómo la cuchilla, esta vez, a diferencia de las anteriores, surcó mi brazo izquierdo de manera brusca y violenta. Fue la incisión que más dolió de todas. Creo que debió rasgar hasta la superficie del hueso. No pude contener una especie de gemido, que murió en la cinta americana que amordazaba mi boca.

Sin darme tiempo apenas a reaccionar al brutal tajo…

–¡Y por fin, el quinto!

Parecía querer acabar con aquello cuanto antes. Un tono triunfalista y grotescamente épico se dejó advertir en sus palabras.

Sentí que la punta de acero penetraba en mi cuello y, súbitamente, saltó por los aires. Escuché un fuerte golpe, justo delante de mí, donde se encontraba mi verdugo, que desapareció en el acto, a la par que emitía un desagradable sonido gutural. La luz de las velas, que iluminaba la pared situada frente a mí, se vio sesgada por una sombra. La sombra de una figura humana, que cruzó delante de a mí y desapareció en el acto. Allí se escuchó mucho alboroto; golpes, gritos y carreras parecían volatilizarse en mi mente, que ya no distinguía si estaba viviendo realmente aquello, si lo soñaba o simplemente me estaba muriendo…

 

Cuando desperté, me encontraba en una cama de hospital. No había sido un sueño, la cabeza me seguía doliendo. Mi esposa estaba a mi lado y se aproximó para besarme, mientras dejaba escapar discretamente unas lágrimas de alivio.

–¿Y los niños? –pregunté.

–Están fuera, esperando. ¿Y tú, qué tal estás?

–Bien –contesté sin pensar–, estoy vivo.

–Te has dado un buen golpe en la cabeza, pero no hay fracturas ni derrames…

–¿He perdido mucha sangre? –interrumpí.

Mi esposa me miró extrañada.

–¿Sangre? Tienes la cabeza dura –sonrió–, ni una brecha. En estos casos dicen que es mejor sangrar, para evitar coágulos internos y…

–Me refiero a las piernas –volví a interrumpir–, los brazos, el cuello…

La expresión de mi mujer dejaba claro que no entendía lo que yo intentaba decir. Entonces, a pesar del agarrotamiento del cuello, me incorporé para apartar la sábana y dejar al descubierto mi cuerpo, ver mis piernas y brazos, mientras tocaba con mis dedos la zona del cuello donde había sentido cómo penetraba la cuchilla del cúter… pero allí no había nada. Mis piernas y brazos se mostraban incólumes. ¡Ni un arañazo! No podía ser, pensé, era imposible…

–¿Qué te pasa, cariño? –Su semblante ahora era preocupado.

–Me hicieron unos cortes profundos –señalaba mis dos muslos y los brazos, incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo–, me estaba desangrando… ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?

Mi esposa intentó calmarme, posando su mano sobre mi hombro, a la vez que me volvía a cubrir con la sábana.

–Nadie te ha hecho nada. Al parecer te caíste desde lo alto de una escalera de la casa abandonada esa que te gusta tanto… Ya me contarás qué hacías ahí subido. Te encontraron unos vecinos, que sacaban a su perro por esa zona… Suerte has tenido, que ya era de noche. Llamaron a una ambulancia y te trajeron aquí; me localizaron con tu móvil y llevarás dormido un par de horas. Ya son más de las doce. Vaya susto nos has dado. Ahora tienes que descansar.

No daba crédito a lo que estaba escuchando. A punto estuve de porfiar y negar todo cuanto me estaba contando, pero lo cierto es que no tenía señal alguna de haber sufrido las graves heridas que estaba convencido haber visto cómo me las infligían… Recordaba perfectamente el dolor provocado por los cortes, especialmente el último; el calor de la sangre en mi fría piel desnuda; la visión de mi pierna abierta en canal; mis manos y pies atados a la silla de plástico, el quinto y último corte frustrado por lo que parecía una sombra…

–Van a entrar los niños para verte y nos volvemos al apartamento. Nos han dicho que esta noche tú debes quedarte aquí, en observación, pero te han mirado bien y dicen que no hay nada grave, sólo un fuerte golpe. Mañana te darán el alta; vendremos a por ti a primera hora.

Besé y abracé a mis hijos como no recordaba haberlo hecho antes. Había imaginado que no los volvería a ver y eso seguramente resultó lo más duro de asimilar. Todo parecía ser fruto de mi imaginación, tal vez una alucinación provocada por el golpe en la cabeza… Pero lo sentí tan real cuando creía estar muriéndome… Y, por otro lado, en ningún momento tuve intención de subir esas escaleras… Yo acudí al lugar porque había hablado por teléfono con una mujer, que me iba a explicar las condiciones para adquirir la propiedad de la casa…

Ya me había quedado solo en la habitación. Necesitaba descansar y, sobre todo, algo que lograra sosegarme, para poder poner fin a esos terroríficos recuerdos que, aunque la realidad me decía otra cosa, no dejaban de atormentarme. Me iban a traer un relajante muscular, que me ayudaría a dormir.

Se abrió la puerta y entró la enfermera, con un vaso de agua en la mano.

–Con esto vas a descansar de maravilla –dijo, mientras preparaba el medicamento en cuestión, de espaldas a mí, a un par de metros de la cama–. Te vas a quedar dormido en menos de cinco minutos…

Entonces me fijé en su peinado, un tanto extraño para una enfermera. Rastas por la parte de atrás y rapado por los lados… Al darse la vuelta vi ese flequillo característico y, al acercarse más, esos ojos de mirada asesina, los piercings… ¡Era ella!

–… O, mejor aún –añadió, mirándome fijamente, mientras mostraba un cúter en su mano–, en menos de cinco… cortes.

 

 

 

 

 

 

                  Desperté bruscamente, sobresaltado y desorientado. No estaba en casa… ni en el apartamento. Necesité poco tiempo para darme cuenta de que me encontraba en la habitación de un hospital. El gotero que desembocaba en mi mano derecha me ayudó a confirmarlo. Me sentía entumecido, agarrotado. Pude mover la cabeza lo suficiente para comprobar que estaba solo. No podía mover nada más; cuando lo intentaba, sentía un dolor agudo en brazos y piernas. Un aluvión de imágenes y recuerdos inundaron mi confusa mente. El fuerte golpe que recibí en la cabeza no me había provocado amnesia, desde luego, porque recordaba a la perfección todo cuanto me había ocurrido. Esta vez me había despertado de verdad.

         Vi que la puerta se abría y entraba, sigilosamente, mi mujer. Un semblante cabizbajo y preocupado cambió súbitamente al descubrir que ya me había despertado. Se acercó hasta mí, con los ojos inundados en lágrimas y me besó, sin abrazarme. Sabía muy bien que no podía tocarme. Los dos lloramos.

         –¿Y los niños? –pregunté.

         –Están en la sala de espera, con ganas de verte, ¿qué tal estás tú? –contestó, mientras me secaba la cara de lágrimas, tanto mías como suyas. Yo no podía mover los brazos.

         –Pues bien, estoy vivo.

         De pronto me pareció haber vivido este instante con anterioridad. Pensé en la pesadilla de la que acababa de despertar y por un momento llegué a dudar de que no estuviera inmerso en una especie de bucle quimérico, en el que un sueño sucede a otro y no se puede distinguir dónde termina la realidad y empieza la ficción…

         –Oye –espeté a mi esposa–, te parecerá una tontería, pero… esto no lo estoy soñando, ¿verdad?

         Me miró fijamente y, tras unos segundos, en los que pareció sopesar lo que me iba a decir, se volvió a acercar a la cama y me habló en voz baja.

         –Ojalá fuera una pesadilla, de la que pudiéramos despertar los dos –sus ojos, color miel, volvieron a inundarse de lágrimas–. No sé si habrían pasado dos horas desde que saliste del apartamento, cuando recibo una llamada. Me dicen que son de la policía y que esté tranquila, pero han encontrado mi número de teléfono como contacto prioritario en el móvil de alguien que acaba de ingresar de urgencia en el hospital, con heridas graves… La descripción encajaba contigo –noté cómo le costaba enlazar las palabras por la emoción–, imagínate. No sabía qué pensar, si podría tratarse de un error, de una broma… Pero yo ya estaba preocupada, porque no habías vuelto y te había llamado varias veces… Cogí a los niños y me puse en marcha, ya de noche, sin saber muy bien cómo venir hasta aquí… Cuando llegué, me atendió un sanitario, junto a un policía, que me dice que están interviniendo de urgencia a alguien cuyas ropas y teléfono reconocí. ¡Era tu ropa y tu teléfono!

         Mi esposa no pudo contenerse y rompió a llorar de nuevo. Era yo quien tenía que tranquilizarla.

         –Ya ha pasado todo, cariño, estoy bien –le dije.

         –Luego me enteré –prosiguió– que tus cosas las habían recogido del suelo, sin tener muy claro al principio si pertenecían o no a la persona a la que llevaban en la ambulancia, ya que se encontraron varios heridos y hasta algún muerto… Y tú estabas desnudo y atado a una silla. Me preguntaron si conocía algún motivo que pudiera justificar esa agresión…

         Las emocionadas palabras de mi mujer me hicieron recordar que hubo una trifulca, justo cuando me clavaban la cuchilla en el cuello, que seguramente me salvó la vida.

         –Parece ser que alguien te defendió –continuó, no sin esfuerzo– y logró salvarte la vida. Al final, resulta que tuviste suerte de que, justo en ese momento, un coche patrulla de la policía local pasara por la calle y viera el alboroto, escuchara los gritos… ¡Te estabas desangrando! Si no llega a ser porque la ambulancia acudió rápido y te trajeron pronto aquí…

         –Al final resulta que he tenido suerte –repetí inconscientemente, con una especie de sonrisa en los labios, no muy convincente.

         –¿Pero, por qué te han hecho esto, por qué a ti?

         Lo cierto es que no tenía una respuesta para ofrecer a mi esposa, de igual manera que no la tenía para mí mismo.  Yo también me preguntaba por qué…

         –Se me ocurrió llamar al número que estaba escrito en la fachada de la “casa misteriosa” –contesté, enunciando la causa origen, aunque no el motivo o justificación–. Por lo que se ve, no era ni de una inmobiliaria ni de los dueños... 

         –Algo así me han comentado los de la policía –se enjugaba las lágrimas de las mejillas, algo más tranquila–. Al parecer son unos criminales que se dedican a ocupar casas abandonadas y a torturar y asesinar a quien se acerca a ellas, mediante no sé qué ceremonias macabras… Por cierto, hay un inspector, de la policía nacional, que quiere hablar contigo, cuando estés bien, claro…

         –¿Cuánto tiempo llevo aquí? –interrumpí, intentando cambiar de tercio, un tanto sobrepasado por la situación.

         –Casi tres días…

 

         Pasaron otros tres y yo iba mejorando de las heridas. Incluso hablaban de darme el alta hospitalaria, para poder regresar a casa, tras unas vacaciones diferentes. Por fin vino a verme el policía que quería hablar conmigo desde el primer momento. Insistió en la suerte que había tenido por la casual aparición de un coche de la policía municipal, que patrullaba justo por esa calle y escuchó gritos que, al parecer no eran míos. Por eso y por la rapidez de la ambulancia al recogerme y llevarme al hospital más próximo, en una localidad cercana. Nunca les estaré lo suficientemente agradecido. Otro asunto es el de mi salvador anónimo, al que me temo no podré nunca darle las gracias… o tal vez sí…

         Le conté al inspector todo lo que allí ocurrió. Me preguntó por lo que vi y escuché y, por sus gestos de aprobación, creo que todo, o casi todo, encajaba en sus pesquisas. Le dije que sólo pude ver a una persona, la mujer que me hirió con el cúter, aunque había al menos dos más, un hombre y otra mujer, datos que él me confirmó y añadió que a mi agresora se la encontraron muerta y a los otros dos, heridos de cierta gravedad. Se trataba de delincuentes buscados por otros crímenes similares en diferentes lugares de la costa mediterránea. Solían ocupar grandes casas abandonadas y aterrorizaban a quien se acercaba a ellas. A veces, como fue en esta ocasión, escribían un número de teléfono en la fachada, como reclamo de posibles interesados en la propiedad, y si alguien contactaba, tenían la excusa perfecta para terminar con él: Había intentado dejarles sin su morada.

         –Llegados a este punto –hablaba el inspector, de unos sesenta y tantos años y trato afectuoso, que me había interrogado con suma amabilidad–, sólo me queda preguntarle por lo que ocurrió cuando alguien decidió ponerse de su lado y defenderle de sus atacantes… ¿Pudo verlo?

         El funcionario de policía me miraba fijamente, mientas esperaba mi contestación, que no se hizo esperar en demasía.

         –Pues el caso es que no vi a nadie –contesté–, pero sí percibí el ataque. Escuché los golpes y los gritos, todo fue muy rápido, especialmente con la mujer que me estaba acuchillando, que desapareció de mi vista de repente, tras un gran impacto.

         –Sí –asintió el veterano inspector–, recibió un golpe que le destrozó la cabeza, casi se la arrancan… ¿Entonces no vio a su salvador?

         –Bueno, lo único que vi en ese momento fue una sombra en la pared frente a mí…

         –¿Una sombra? ¿de quién o de qué?

         –No sabría decirle, sólo que era una figura humana…

         El cordial investigador no dijo nada; tan sólo me miraba, esperando con impaciencia a que continuase.

         –Le va a parecer una tontería, pero… aunque no lo vi con claridad, dadas las circunstancias en las que me encontraba, ya sabe, me atrevería a asegurar que la figura que vi proyectada en la pared llevaba sombrero… y un palo en la mano…

         –¿Podría ser un bastón? –el semblante del policía, de pronto, parecía exultante; como si estuviera a punto de encajar la última pieza de un puzle.

         –Sí, eso, un bastón –contesté, mientras rebuscaba entre las imágenes de aquellos dañinos recuerdos.

         Entonces el inspector se levantó de su silla, satisfecho con lo que yo le había contado y se dispuso para marchar de allí.

         –Acaba usted de describir al principal sospechoso, al menos para mí, de ser su defensor y salvador. Que quede entre nosotros, no va a servir para mucho en la investigación, pero sí para este viejo policía.

         Me quedé un tanto perplejo.

         –Creo que no le acabo de entender…

         El amable oficial se acercó de nuevo y me habló en voz baja.

         –¿Cree usted en los fantasmas?

         No esperó a que yo respondiera.

         –Yo sí.

          Dio media vuelta e inició la marcha, pero, antes de llegar a la puerta, se volvió y añadió, después de agradecer mi colaboración y asegurarme que le había resultado de gran ayuda.

         –Por alguna razón que ignoro –entrecerró los ojos, mientras acariciaba su perilla canosa–, usted le ha gustado al señor de la casa y, créame, hasta donde yo conozco, y ya son muchos años siguiéndolo, es la primera vez que veo algo así.

         Se hizo un breve silencio. Yo permanecía expectante.

         –Siempre se había manifestado iracundo, exhibiendo su enfado hacia personas que pudieran importunar la intimidad de su morada, pero, nunca antes había demostrado empatía hacia alguien… como lo hizo por usted.

         Yo no tenía intención alguna de importunar o contradecir al inspector de policía, que tan afablemente me había interrogado y, a la vez, compartido sus sospechas conmigo, o tal vez sus certezas. Pero me resultaba difícil de aceptar que el espíritu gruñón de una vieja casa abandonada fuera el responsable de que yo siguiera vivo.

–¿Está usted seguro –intervine– de que quien me salvó de morir desangrado y degollado fue… un espectro? Y si es así, ¿cómo puede tener la certeza de que lo hacía por defenderme a mí, en lugar de actuar, como dice que siempre hace, mostrando agresividad hacia los que perturban la intimidad de su hogar?

Se acercó, de nuevo, hasta mi cama, desde la puerta de la habitación, para poder hablar en voz baja.

         –Tal vez piense que soy un viejo loco, pero estoy absolutamente convencido de que actuó para defenderlo a usted. Mi experiencia con esta aparición y el testimonio de los supervivientes así me lo confirman. Primero, actuó con más virulencia con la persona que estaba a punto de terminar con su vida. La herida que tiene en el cuello era el inicio de la cuchillada que hubiera acabado con su vida en el acto, el quinto y último corte, ya sabe, que se vio súbitamente interrumpido por la contundente intervención de su salvador. A los demás, los dejó vivos…

         Continuó.

–Y segundo: Uno de los dos supervivientes del violento ataque, con el que pude hablar hace dos días, además de describir al agresor como una especie de figura fantasmal con forma de “hombre elegante de otra época”, según sus propias palabras, aseguró haber escuchado de la aparición las palabras “dejadle en paz”, que, al parecer, repitió varias veces… El sujeto estaba aterrorizado, incluso varios días después. Decía que quien atacó a su lideresa y a todos los demás no era una persona humana, sino un fantasma o un demonio… “Igual que surgió de la nada para defender al tipo ese, se desvaneció en el aire, una vez cumplido su cometido”.

Y concluyó, antes de marcharse de la habitación.

–Ahora usted es libre de pensar lo que desee o lo que su mente racional le indique. Yo ya he sacado mis conclusiones. Agradezco enormemente su colaboración y le deseo una pronta recuperación.

 

         Sigo recuperándome, tras varias semanas convaleciente, aunque ya puedo hacer vida normal. Si digo que hay día en que no recuerde alguna de las imágenes de aquel trece de abril, mentiría. Si digo que, por las noches, en los momentos de ensoñación, no experimento sobresaltos y pesadillas con la mujer de las rastas, que a punto estuvo de terminar con mi vida, mentiría aún más. No sólo quedaron cicatrices en mi cuerpo, que me acompañarán hasta el final de mis días; sobre todo permanecen en mi memoria. Creo que no volveré a ser el mismo, pero ¿quién podría serlo, después de haber vivido una experiencia así?

         De nada sirve ya culparme por haber llamado a un teléfono al que nunca debí llamar. Y aún menos por haber acudido a una cita que ya, desde el principio, despertó mis recelos y hasta cierto temor, como si algo en mi interior pretendiera prevenirme de un peligro que se cernía sobre mí… A veces las cosas ocurren porque tienen que ocurrir, no hay que darle vueltas.

         Pero, aunque resulte difícil de creer, lo que no puedo evitar es el deseo de volver a encontrarme frente a la majestuosa mansión abandonada, o casa misteriosa, como me gusta llamarla, en la que todo ocurrió… Algo en ella me conquistó desde el primer día que la vi. Algo de ella me salvó la vida, cuando estuve a punto de perderla.

        

        

 

Fin

 

Una historia de Antonio Torres,

en Azuqueca de Henares, a 13 de junio de 2022

La casa misteriosa

 

La casa misteriosa

 

         Semana Santa de 2022, trece de abril, en algún lugar de la costa mediterránea.

 

Era simple curiosidad, no interés real, he de admitirlo. El caso es que decidí tomar una foto del número de teléfono que estaba escrito en el lugar, ahora tapiado, donde debió ubicarse la puerta principal de la construcción, junto a la leyenda “se vende, for sale”.

Se trataba de una casa señorial, tipo palacete, abandonada desde hacía ya mucho tiempo, según el estado de deterioro que mostraba. Una casa que parecía de otra época. Posiblemente construida no en el siglo pasado, sino en el anterior. De lo que no cabía dudas es que, en su momento de esplendor, seguramente representaba la posición social distinguida, acaso noble, de sus propietarios.

Casi siempre veraneábamos en el mismo lugar. Un sitio relativamente tranquilo, con mar. La típica urbanización ideal para familias con hijos, con piscinas, cuidados jardines y muy cerca de la playa.

Desde la primera vez que acudimos a este rincón, me llamó poderosamente la atención aquella especie de mansión en estado de avanzado abandono. Al encontrarse muy próxima a la urbanización donde nos alojábamos, cada vez que salía a pasear o a sacar a la perrita, iba a visitarla. Los muros exteriores de la propiedad, en algunas partes, estaban completamente destruidos, prácticamente inexistentes, por lo que se podía acceder sin problemas a la parcela que rodeaba la casa, completamente asilvestrada, cubierta por hierbas altas, cardos y demás maleza que crecía naturalmente entre varios pinos, de porte majestuoso, que seguramente fueron ilustres testigos de las circunstancias que rodearon el abandono de tan magnífica morada.

La edificación tenía dos plantas y tres cuerpos bien diferenciados. El central era algo más bajo que los otros dos, levantados en forma de torre, una de ellas coronada por almenas, a modo de castillo medieval, y la otra, acabada en un puntiagudo y decorativo chapitel de teja roja. Las ventanas eran altas y alargadas en ambas plantas, propias de viviendas con techos muy altos. Las de la planta baja estaban protegidas por bonitas rejas de hierro forjado, ya medio oxidadas; las de la superior, con contraventanas mallorquinas, de madera, algunas un tanto destartaladas y otras, cerradas a cal y canto, desde hace quién sabe cuánto.

Junto al edificio principal se encontraba otro, aledaño, prácticamente destruido, que podría haber constituido la vivienda de los sirvientes. Y en la parte trasera había una entrada amplia, que conducía hasta una especie de garaje, amplio y con la puerta arrancada y destrozada.

Cada vez que volvíamos a nuestro lugar favorito de vacaciones, normalmente en el mes de julio, una de las primeras tareas, después de acercarnos a ver el mar, por supuesto, y dejar a la familia instalada en el apartamento, era la de ir a visitar la que terminé por llamar la casa misteriosa. Pensaba que posiblemente, de una vez para otra, podría encontrarla restaurada, en proceso de restauración o incluso habitada de nuevo. Pero no, año tras año me la encontraba en el mismo o peor estado de abandono y deterioro.

Y para que no le faltara de nada, también se decía que la casa tenía, cómo no, su propio fantasma. Al parecer, quien aseguraba haberlo visto, lo describía como un señor de alta alcurnia, vestido elegantemente de otra época, siempre de negro, que intentaba mantener alejados de allí a los ocupadores no deseados… El caso es que, espectros aparte, la estampa de la mansión tenía un cierto toque tétrico y sombrío.

Hasta ahora me había limitado a fotografiarla, desde diferentes ángulos y perspectivas, a cierta distancia, y poco más. Imaginaba cómo debía lucir en sus años de esplendor; me preguntaba quiénes serían sus moradores; hace cuántos años vivieron allí y, sobre todo, ¿por qué se había abandonado una casa como aquella? ¿Por qué nadie la había heredado o adquirido para arreglarla? ¿Por qué tan espléndida mansión se iba consumiendo poco a poco, sin remisión?

Pero en esta última ocasión, quién sabe si por creerme con algún derecho ilusorio sobre aquella casa, señorial en su tiempo, desvalida y solitaria en la actualidad, tras tantos años admirándola desde el respeto y la distancia, incluso deseándola como propia, si las circunstancias económicas lo hubieran permitido, decidí que era el momento de dar el paso de acercarme más a ella; de verla mejor, de tocarla, de asomarme a alguna de sus ventanas desvencijadas de la planta inferior, de pasear por la parcela, de sentirme parte de la historia de aquel amor inalcanzable.

Y entré en el término de la propiedad, por la parte frontal, en la que no había ningún resto de vallado o muro exterior; en lo que debió ser el jardín de la vivienda. Me acerqué a la casa, toqué su fachada, que aún conservaba su color amarillento, muy desmejorado entre las manchas de humedad, las grietas y los desconchones. Paseé a su alrededor, mirando hacia arriba, a los ventanales, las torres, las almenas. No me sentía extraño allí. Percibí que me inundaba un sentimiento de pena, respeto y un cierto cariño hacía aquel lugar. Entonces me topé con la que debió ser la entrada principal, tapiada y enfoscada con cemento, y aquella especie de grafiti, con el anuncio de se vende y un número de teléfono. Saqué mi móvil y fotografié el rótulo. La curiosidad e imaginación tomaron la iniciativa por mí, aunque en el fondo sabía muy bien que nunca podría poseerla.

Antes de irme de allí, tuve tiempo para observar algún detalle más, como una escalera exterior, en la parte trasera, que moría en otra puerta tapiada, esta vez en la segunda planta. Las dos únicas puertas de acceso a la vivienda estaban cegadas, por lo que resultaba imposible entrar en la casa, puesto que todas las ventanas de la planta baja estaban salvaguardadas por sólidas rejas. La única opción para irrumpir en su interior consistía en trepar hasta alguna de las ventanas superiores, a una altura considerable, aprovechando las que tuvieran las contraventanas deterioradas. Junto a la base de la escalera se encontraba una curiosa hornacina, encastrada en el muro lateral, ahora vacía, pero seguro que en su momento cobijó la imagen de algún santo o virgen. Esto hacía suponer que quien encargó la construcción de la mansión era de profundas creencias religiosas. Me asomé, sin entrar, al espacioso hueco donde ya no había puerta, de lo que parecía una especie de garaje o almacén, pero pude ver cómo en aquel lugar si había indicios de cierto uso, aunque fuera por parte de personas ajenas a la propiedad. Se veían cajas colocadas boca abajo, a modo de mesas, con algunas botellas vacías de bebidas alcohólicas, un par de colchones, algunas sillas de plástico, seguramente sustraídas de algún bar, y vasos y cristales por el suelo. Me llamó la atención una pintada, a brochazos gruesos, sobre la ennegrecida pared del fondo, que decía “VAIS A …” ¿Vais a qué? me pregunté, aunque no le di mayor importancia. Me disponía a marchar de allí, no sin antes echar un último vistazo a la fachada principal, enfocando mi atención en la torre del tejado rojizo, de la que salía una terraza, cuyo suelo había cedido. Justo sobre el dintel del espacioso balcón de su planta superior, tomaba protagonismo una inscripción, en relieve, en la que se leía “Villaura”. Era el nombre de la residencia.

Volví al apartamento, con la familia, y continué con las actividades propias de estos periodos vacacionales. Pero no lograba quitarme la casa misteriosa de la cabeza, así que después del paseo con los niños para lograr el ansiado helado de cucurucho, que tanta ilusión les hacía, eché mano del teléfono y, tras unos instantes de indecisión, llamé al número que estaba escrito sobre el tabicado de la puerta principal. Una inusitada agitación me acompañó durante los segundos que sonó el tono de llamada. No contestaron y colgué, casi con cierto alivio. Me sentí perplejo por la extraña sensación. Parecía absurdo, pero había sentido temor a que me contestaran. De inmediato me arrepentí por haber llamado; dejé el teléfono e intenté olvidarme de la llamada y de la casa.

Casi lo había logrado, cuando de pronto sonó la canción “Close to me”, del grupo The Cure, melodía de llamada de mi móvil. Algo en mi interior me impedía ir a cogerlo, aun sin saber quién me llamaba… Uno de mis hijos me acercó amablemente el teléfono y se quedó mirándome, perplejo, porque no contestaba. Entonces lo miré (no lo había hecho hasta ese instante) y vi que se trataba del número al que yo había llamado hacía poco más de media hora. Me levanté y salí a la terraza, para estar solo, y contesté.

Era una voz femenina, parecía de una mujer joven.

         –Tengo una llamada perdida de este número, de hace un rato… ¿Me has llamado?

         Me pareció un tanto informal la forma de dirigirse a mí. Confirmé mi sospecha de que no se trataba de una inmobiliaria. Sería la dueña de la propiedad o alguien cercano.

         –Eeeh… sí. He llamado por el anuncio de una casa abandonada…

         –Ah, claro –me interrumpió–, la casa abandonada. Está en venta, ¿quiere verla?

         –La he estado viendo –contesté, pensando que poco más se podía ver, al estar tapiadas sus puertas–, sólo era por saber qué precio tiene…

         –Me pillas muy cerca de allí; te la puedo enseñar ahora mismo.

         –He visto que las puertas… –insistí, pretendiendo dar por zanjado el asunto.

         –No se puede entrar –volvió a interrumpirme–, eso es verdad, pero te puedo enseñar algunas cosas, si es que tienes interés.

         En aquel momento me pareció escuchar de fondo unas risas y alguien que mandaba callar a quien reía.

         –Ya es un poco tarde –añadí–, ¿no sería mejor mañana?

         Eran más de las ocho y media. No tardaría mucho en anochecer.

         –Mañana salgo de viaje, tiene que ser hoy, ahora. ¿Le interesa la casa o no?

         Mi cabeza me pedía terminar la conversación cuanto antes y olvidar el asunto, pero me sorprendí a mí mismo diciendo que estaría allí en cinco minutos. “No tardas nada –me dije, intentando convencerme de que había hecho lo correcto–, que te cuente lo que sea de la casa, te informe del precio, que será inalcanzable, y asunto resuelto”. Tal vez podría llegar a conocer la historia del porqué del abandono, pensaba, durante los escasos dos minutos que tardé en presentarme en el lugar en cuestión.

         Cuando llegué no vi a nadie en la zona de la fachada principal, lugar lógico para esperar a alguien que viene a ver la propiedad. Tal vez había comparecido muy pronto, deduje. No tardará en llegar. “Y si no viene nadie en unos minutos, me voy de aquí y punto”, me dije, convencido. No obstante, decidí rodear la vivienda, por si acaso me esperaban en la parte trasera.

         Estaba doblando la esquina norte del edificio, cuando me pareció escuchar algo tras de mí. No había terminado de girarme cuando noté un fuerte impacto en mi cabeza y todo se hizo oscuridad y silencio.

        

         La consciencia volvió a mí, así como la visión, aunque no para percibir ni ver nada bueno. Un intenso dolor de cabeza apenas me permitía enfocar la vista en lo que tenía frente a mí, a pocos metros de distancia. La bruma se iba dispersando, mientras empezaba a darme cuenta de mi situación. Aparte del terrible dolor de cabeza, sentía frío en todo mi cuerpo. También apreciaba dolor en las muñecas y los tobillos… Algo adhesivo amordazaba mi boca y me impedía tan siquiera mover los labios.

         Por fin vi donde me encontraba. Estaba situado justo enfrente de la pared que había llamado mi atención tan sólo hacía unas horas. Ante mí se mostró de nuevo la pintada que decía “VAIS A…” Apenas podía mover la cabeza, por el lacerante dolor, para ver lo que me rodeaba, pero percibí la presencia de varias personas y el olor de velas encendidas, entremezclado con el de porro y alcohol… Estaba completamente desnudo, sentado y atado a una de las sillas de plástico que también había visto por allí. Mis tobillos y muñecas estaban fuertemente amarrados a las patas de mi asiento, supuse que con bridas, y no podía moverme. Tal vez sí hubiera conseguido tirarme al suelo, pero temía el impacto irremediable de mi cabeza contra el pavimento y lo descarté de inmediato.

Entonces oí una voz, masculina, a mi derecha, a muy poca distancia.

–¿Y este tipo quería comprar la casa? Pero si apenas lleva pasta en la cartera, el muy hijo de puta… A ver qué podemos hacer con las tarjetas; él ya no las va a bloquear…

Escuché alguna risa. Parecía haber, al menos, dos personas a mi diestra. Pero, justo desde el otro lado, hizo acto de presencia una mujer, joven, para situarse frente a mí.

–¡Ya tenemos despierto a nuestro posible comprador!

Las risas arreciaron. Reconocí la voz; la que hablaba era la misma persona con la que había charlado por teléfono, hacía unos minutos. Acercó su rostro al mío, sonriendo. No tenía aspecto de ser la propietaria de la mansión abandonada. Sencillamente no tenía aspecto de ser la propietaria de nada.

Era una joven de no más de treinta años, ojos grandes y mirada dura; piercing en nariz, labio, ceja y más lugares que no pude determinar. Su pelo era moreno, con flequillo recto y corto, rapados los laterales de la cabeza y rastas por detrás. Noté que me tocaba; su mano se deslizó desde mi cara, pasando suavemente por el cuello, pecho y abdomen, hacia la zona púbica. Su otra mano acercó un porro hasta sus labios, noté el calor del cigarro por la proximidad, apuró una intensa calada y soltó el humo suavemente sobre mi rostro. Las risitas volvieron a hacer acto de presencia.

–Venga, que no podemos perder más tiempo –intervino la voz masculina–. Ya nos ha visto. Haz la ceremonia y nos largamos de aquí.

La mujer que tenía enfrente, que seguía acariciándome, miró de manera áspera hacía el lugar de donde venía la voz, afeando el apremio, pero guardó silencio. Volvió sus oscuros ojos hacía mí y dulcificó su semblante. Dio otra calada y, de nuevo, exhaló el humo hacia mí, en esta ocasión acercándose aún más, hasta posar sus labios en los míos, de no mediar lo que, en ese momento, me pareció cinta americana, fuertemente pegada a mi boca. Tras unos interminables segundos, se apartó de mí, sin desviar nunca su mirada de la mía, sin dejar de sonreírme. Cesó en su manoseo y cogió algo que, de inmediato, puso frente a mi vista. Era un cúter.

Sacó la cuchilla lentamente, disfrutando mientras observaba el gesto de terror que se apoderó de mi semblante. No sé si por el frío o por el miedo, acaso por ambos, pero no pude contener un estremecimiento que recorrió todo mi cuerpo.

–Yo soy Laura, la señora de esta casa –me habló con una voz fría y firme– y debes pagar por tu atrevimiento.

Entonces, a un escaso palmo de mi cara, desvió su mirada hacia abajo. Yo no podía hablar, gritar; no podía moverme. El dolor de cabeza parecía haber agarrotado mi cuello y ni siquiera lograba girar la cabeza hacia un lado, para evitar su siniestra mirada.

–Ahora sí –miró, desafiante, hacia el hombre que había intervenido antes– es el momento de la ceremonia de los cinco cortes. Cinco, ni uno más… Quien pretende profanar esta nuestra casa, debe pagar con su vida.

Se apartó un instante y señaló con su mirada las palabras escritas en la pared, a brochazos, que en ese momento alcanzaron para mí una dimensión nueva y desalentadora. “VAIS A…” Para mayor desesperación, observé que lo que en un primer momento parecían tres puntos, realmente eran cinco, pero no redondos precisamente, sino ligeramente alargados, como rayitas… como cortes, ¡los cinco cortes!

Cómo explicar lo que sentía en aquella situación. Mi aturdida cabeza no podía asimilar con rapidez lo que se me venía encima. Tenía miedo, qué digo, estaba aterrado, como no pensaba que se podía llegar a estar. No recuerdo si intenté decir algo, si llegué a emitir algún sonido, si probé a moverme… El caso es que antes de darme cuenta, noté cómo la cuchilla entraba en mi pierna, en la parte superior del muslo, y comenzó a cortar, despacio y profundamente, en dirección a la rodilla, hasta llegar a ella. Noté en la piel el calor de la sangre, al brotar desde el abismal corte que partía en dos mi muslo derecho. Escuché “el primero”. Forcé el cuello y pude mirar hacia abajo, para ver mi pierna abierta en canal, manando sangre como una fuente. Sentí que me mareaba; la visión se nublaba y empezaba, de nuevo, a perder la consciencia.

A la sazón, noté cómo se clavaba de nuevo la cuchilla en mis carnes, mientras se oía “el segundo”, esta vez en la pierna izquierda, para repetir la misma operación. Corte hondo en el muslo, desde el inicio mismo hasta la rodilla. Volví a sentir el calor de la sangre mientras envolvía la pierna entera. El intenso dolor quedaba en un segundo plano, pensando que me iba a desangrar, si no acababan con mi vida antes. Era muy difícil ordenar las ideas en ese momento, pero una angustia vital se apoderó de mí y acepté que estaba a punto de morir. Pensé en mis hijos, en mi esposa, en mi madre… Todo se terminaba para mí, no volvería a verlos.

Cuando escuché “el tercero”, la afilada hoja metálica ya había entrado en mi hombro derecho y seccionaba, poco a poco, todo cuanto se encontraba en su camino, hasta el codo. Un nuevo río de sangre fluía hacia mi mano y regaba aún más el suelo del lúgubre lugar en que se había convertido el garaje que, unas horas antes, había visitado. Cuanto me rodeaba se tornó nebuloso; la realidad empezaba a jugar con la imaginación y los más terribles pensamientos. Tal vez ya sólo esperaba que aquello terminara cuanto antes.

Un bofetón en la cara me sacó del ensimismamiento e inconsciencia. Volví a ver pegado a mí el rostro de la que se hizo llamar Laura, la presunta señora de la casa. Su sonrisa ahora se había transformado en una especie de mueca maléfica.

–No te vayas a desmayar ahora, que aún quedan dos y no te los puedes perder.

Se oyó de nuevo la voz masculina cerca de mí.

–Esta vez el fantasma de la mansión se está pasando de sangriento… ¿No dicen que usa un bastón de señorito para atizar a los invasores? Pues me da que no va a colar…

Se volvieron a escuchar risas.

–Venga, que el cuarto va a ser rápido, ánimo –aquellos ojos oscuros, como la muerte, parecían fuera de sí.

Noté cómo la cuchilla, esta vez, a diferencia de las anteriores, surcó mi brazo izquierdo de manera brusca y violenta. Fue la incisión que más dolió de todas. Creo que debió rasgar hasta la superficie del hueso. No pude contener una especie de gemido, que murió en la cinta americana que amordazaba mi boca.

Sin darme tiempo apenas a reaccionar al brutal tajo…

–¡Y por fin, el quinto!

Parecía querer acabar con aquello cuanto antes. Un tono triunfalista y grotescamente épico se dejó advertir en sus palabras.

Sentí que la punta de acero penetraba en mi cuello y, súbitamente, saltó por los aires. Escuché un fuerte golpe, justo delante de mí, donde se encontraba mi verdugo, que desapareció en el acto, a la par que emitía un desagradable sonido gutural. La luz de las velas, que iluminaba la pared situada frente a mí, se vio sesgada por una sombra. La sombra de una figura humana, que cruzó delante de a mí y desapareció en el acto. Allí se escuchó mucho alboroto; golpes, gritos y carreras parecían volatilizarse en mi mente, que ya no distinguía si estaba viviendo realmente aquello, si lo soñaba o simplemente me estaba muriendo…

 

Cuando desperté, me encontraba en una cama de hospital. No había sido un sueño, la cabeza me seguía doliendo. Mi esposa estaba a mi lado y se aproximó para besarme, mientras dejaba escapar discretamente unas lágrimas de alivio.

–¿Y los niños? –pregunté.

–Están fuera, esperando. ¿Y tú, qué tal estás?

–Bien –contesté sin pensar–, estoy vivo.

–Te has dado un buen golpe en la cabeza, pero no hay fracturas ni derrames…

–¿He perdido mucha sangre? –interrumpí.

Mi esposa me miró extrañada.

–¿Sangre? Tienes la cabeza dura –sonrió–, ni una brecha. En estos casos dicen que es mejor sangrar, para evitar coágulos internos y…

–Me refiero a las piernas –volví a interrumpir–, los brazos, el cuello…

La expresión de mi mujer dejaba claro que no entendía lo que yo intentaba decir. Entonces, a pesar del agarrotamiento del cuello, me incorporé para apartar la sábana y dejar al descubierto mi cuerpo, ver mis piernas y brazos, mientras tocaba con mis dedos la zona del cuello donde había sentido cómo penetraba la cuchilla del cúter… pero allí no había nada. Mis piernas y brazos se mostraban incólumes. ¡Ni un arañazo! No podía ser, pensé, era imposible…

–¿Qué te pasa, cariño? –Su semblante ahora era preocupado.

–Me hicieron unos cortes profundos –señalaba mis dos muslos y los brazos, incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo–, me estaba desangrando… ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?

Mi esposa intentó calmarme, posando su mano sobre mi hombro, a la vez que me volvía a cubrir con la sábana.

–Nadie te ha hecho nada. Al parecer te caíste desde lo alto de una escalera de la casa abandonada esa que te gusta tanto… Ya me contarás qué hacías ahí subido. Te encontraron unos vecinos, que sacaban a su perro por esa zona… Suerte has tenido, que ya era de noche. Llamaron a una ambulancia y te trajeron aquí; me localizaron con tu móvil y llevarás dormido un par de horas. Ya son más de las doce. Vaya susto nos has dado. Ahora tienes que descansar.

No daba crédito a lo que estaba escuchando. A punto estuve de porfiar y negar todo cuanto me estaba contando, pero lo cierto es que no tenía señal alguna de haber sufrido las graves heridas que estaba convencido haber visto cómo me las infligían… Recordaba perfectamente el dolor provocado por los cortes, especialmente el último; el calor de la sangre en mi fría piel desnuda; la visión de mi pierna abierta en canal; mis manos y pies atados a la silla de plástico, el quinto y último corte frustrado por lo que parecía una sombra…

–Van a entrar los niños para verte y nos volvemos al apartamento. Nos han dicho que esta noche tú debes quedarte aquí, en observación, pero te han mirado bien y dicen que no hay nada grave, sólo un fuerte golpe. Mañana te darán el alta; vendremos a por ti a primera hora.

Besé y abracé a mis hijos como no recordaba haberlo hecho antes. Había imaginado que no los volvería a ver y eso seguramente resultó lo más duro de asimilar. Todo parecía ser fruto de mi imaginación, tal vez una alucinación provocada por el golpe en la cabeza… Pero lo sentí tan real cuando creía estar muriéndome… Y, por otro lado, en ningún momento tuve intención de subir esas escaleras… Yo acudí al lugar porque había hablado por teléfono con una mujer, que me iba a explicar las condiciones para adquirir la propiedad de la casa…

Ya me había quedado solo en la habitación. Necesitaba descansar y, sobre todo, algo que lograra sosegarme, para poder poner fin a esos terroríficos recuerdos que, aunque la realidad me decía otra cosa, no dejaban de atormentarme. Me iban a traer un relajante muscular, que me ayudaría a dormir.

Se abrió la puerta y entró la enfermera, con un vaso de agua en la mano.

–Con esto vas a descansar de maravilla –dijo, mientras preparaba el medicamento en cuestión, de espaldas a mí, a un par de metros de la cama–. Te vas a quedar dormido en menos de cinco minutos…

Entonces me fijé en su peinado, un tanto extraño para una enfermera. Rastas por la parte de atrás y rapado por los lados… Al darse la vuelta vi ese flequillo característico y, al acercarse más, esos ojos de mirada asesina, los piercings… ¡Era ella!

–… O, mejor aún –añadió, mirándome fijamente, mientras mostraba un cúter en su mano–, en menos de cinco… cortes.

 

 

 

Fin

 

Una historia de Antonio Torres,

en Azuqueca de Henares, a 13 de junio de 2022