Una
historia de la noche de difuntos
En Zaragoza,
junto al puente romano, a 31 de octubre de 2022.
Eran casi las doce
de la noche cuando escuché la puerta de la vivienda colindante a la mía, la del
tercero B, donde vivía doña Amparo. Aunque decir que vivía allí no era exacto
del todo, ya que la misteriosa septuagenaria, de pelo blanco y piel morena,
realmente vivía en su Badajoz natal y sólo se desplazaba a Zaragoza en fechas
muy concretas y por periodos muy breves.
Era lo único que
se sabía de aquella mujer, extremadamente distante y reservada, que, años atrás,
había adquirido esa vivienda y apenas se relacionaba con nadie del vecindario,
más allá de los educados saludos, que nunca faltaban, cuando se cruzaba con
alguien en el portal o las escaleras.
Como cada treinta
y uno de octubre, a medianoche, doña Amparo se disponía a salir de casa. Tras
varios años observando este rutinario comportamiento, una curiosidad insuperable
se apoderó de mí y salí detrás de ella.
Iba, como
siempre, elegantemente vestida, con gabardina larga de color camel y zapatos de
tacón bajo. Aunque había dejado de llover, se acompañaba de un refinado paraguas
de bastón. La noche no era muy fría, pero sí húmeda y brumosa.
La seguía a una
distancia prudencial, procurando no perderla de vista, a lo que la niebla no
ayudaba en demasía. Su paso era firme y decidido; no parecía el típico paseo
sin rumbo ni destino. Pronto dejamos atrás la imponente basílica del Pilar y, a
través de la calle Milagro de Calanda, vi que se dirigía al puente de
piedra, que franqueaba, imperturbable, el río Ebro desde los tiempos romanos.
No había mucha
gente por la calle, tan sólo algunos jóvenes, con disfraces de Halloween,
a los que parecía no importarles lo avanzado de la hora. Doña Amparo aceleró el
paso, mientras cruzaba el puente. Casi al final, entre las dos últimas arcadas,
atisbé lo que parecía una figura humana emergiendo de entre una espesa niebla
que ascendía del río. La anciana, a la que seguía a unos veinte metros de
distancia, se aproximó a aquella especie de sombra entre las brumas, hasta que
llegó a ella y ambos, doña Amparo y la misteriosa silueta, se fundieron en un
abrazo. La niebla los engulló y se desvanecieron ante mi incrédula mirada. Angustiado
por lo que acababa de ver, decidí acercarme más al lugar de la escena.
Un escalofrío me
recorrió de punta a punta cuando, tras disiparse entre jirones la bruma, pude
percibir que allí no había nadie. Corrí hasta el pretil donde vi a las dos
figuras por última vez, pero nada. Me asomé a las oscuras aguas de aquel que
guarda silencio al pasar por el Pilar, pero no se veía más que cerrazón y
negrura. Entonces me di cuenta de que me encontraba justo sobre el perturbador pozo
de san Lázaro, lugar funestamente relacionado con trágicos accidentes y
suicidios. Algunos aseguran que aquella profunda sima no tiene fondo; otros,
que una corriente subterránea conduce hasta el mar. El caso es que, a lo largo
de los años, muchos son los que han desaparecido para siempre tras caer en
aquel agujero.
No sabía qué
hacer, así que deambulé durante un rato, a ver si lograba encontrar de nuevo a
doña Amparo. Poco a poco iba transcurriendo la noche, a medida que disminuía el
tráfico de vehículos. Ya no se veía a nadie por el puente, cuando de nuevo una
espesa niebla comenzó a inundarlo todo. De pronto, un frío intenso me traspasó
los huesos. Quedé como petrificado al escuchar unos pasos acercarse a mí, entre
la blanca espesura. Era ella, que surgió de la niebla igual que había
desaparecido. Se aproximó hasta quedar frente a mí y me saludó con un cortés buenas
noches.
Me costó
entrelazar algunas palabras de manera inteligible, pero logré contestarla.
—La he visto
desaparecer con alguien y me he preocupado por usted… Temía que pudieran
hacerle algún daño, según están las cosas hoy en día…
Doña Amparo
sonrió y, con una calma heladora, me dijo:
—He venido a ver
a mi marido. Hace casi cincuenta y un años que se fue, aquí mismo —dijo la
anciana, mientras señalaba en dirección al pozo de san Lázaro—, pero no se pudo
despedir de mí, por eso no se fue del todo…
Con la vista
perdida en algún lugar del puente de Piedra y sin perder la sonrisa, doña
Amparo continuó su marcha. Yo no entendía nada y apenas logré balbucir unas
palabras, a modo de despedida.
Tras una espera
prudencial, también yo inicié el camino de vuelta a casa. Tenía la sensación de
haber estado tan sólo unos minutos fuera, pero llegué pasadas las cinco de la
madrugada. Al día siguiente, recordé un trágico suceso, acaecido justo en el
lugar donde doña Amparo había desaparecido junto a la misteriosa sombra. El 19
de diciembre de 1971 (hace casi cincuenta y un años, como ella misma dijo), un
autocar que hacía la ruta Barcelona-Badajoz perdió el control, mientras cruzaba
el puente de Piedra, y fue a precipitarse sobre las frías y oscuras aguas del
Ebro, en el pozo de san Lázaro. Los viajeros eran, en su mayoría, emigrantes
españoles que trabajaban en Suiza y volvían para disfrutar de las fechas
navideñas en familia. Hubo diez muertos, nueve de ellos desaparecieron entre
las profundas corrientes de la inquietante sima y nunca más se supo de ellos.
Fin
Una historia de
Antonio Torres, basada en hechos reales.
A 31 de octubre
de 2022.