jueves, 22 de julio de 2021

La ciénaga

 


 

16 de febrero de 2021, en algún lugar del centro de la península.

 

La tarde era sencillamente espléndida. Una temperatura agradable y la típica y hermosa luz de invierno, con un sol radiante, de esos que preludian un espectacular atardecer, invitaban a salir a dar un paseo, tras un largo día de teletrabajo.

Atrás había quedado la gran nevada de enero y las posteriores heladas, que por aquí no se sufrían desde hacía muchos años. Algunos nunca habíamos visto nada igual. Pero el maldito Coronavirus no cedía y seguía su contumaz progresión, dejando víctimas mortales cada día, impasible a cualquier otra circunstancia y razón. Por ello, cada vez que iba a salir con Leia, mi perrita, a la correa para ella, había que añadir la pertinente mascarilla para mí. Algo ya habitual en nuestras vidas en esos días, desde hacía ya más de un año… Resulta curioso cómo somos nosotros los que parecemos llevar bozal, en vez de nuestros canes…

El inicio del paseo, como tantos otros días, apurando apenas un par de calles para salir de la población a campo abierto, donde poder soltar a Leia y así disfrutar ambos de una agradable caminata fuera del casco urbano, buscando tranquilidad y soledad, y así evitar el contacto social, tan en boga en esas fechas de pandemia.

El itinerario empezó siendo el de siempre, por la “ruta de los huesos”, como yo la llamaba. A cada ruta que suelo recorrer cuando salgo con mi fiel perrita, le pongo un nombre, según alguna característica propia del lugar en cuestión o simplemente por diferenciar unas de otras. A ésta la llamo así porque cuando la transité por primera vez, había muchos huesos (parecían de ganado ovino) a lo largo de la senda.

Pues bien, al final del trayecto de la ruta de los huesos, en vez de continuar por donde solía, hacia la ruta 53 (este nombre no tiene significado alguno; fue porque sí, me gustó el número y ya está), opté por cambiar el rumbo y buscar un destino nuevo. Por algún motivo, decidí apartarme del camino para adentrarme por un lugar que nunca antes había pateado. Para ello, tuve que pasar a cuatro patas, emulando a mi mascota, por debajo de una acequia elevada. Pero mereció la pena, al menos eso pensaba yo en ese momento.

Esa especie de canal elevado hacía las veces de cercado y muy poca gente, o ninguna, pasaba al otro lado, en el que abundaban los campos de labranza, sembrados hacía poco de algún tipo de gramínea, como trigo o cebada, que ya empezaba a verdear y hacer más bonito el paisaje. Comencé a caminar en paralelo a otra acequia, perpendicular a la que acababa de cruzar por abajo. En realidad no había camino; el relieve era muy irregular, plagado de ondulaciones, a modo de pequeños montículos, y desniveles abruptos del terreno. Y agujeros, muchos agujeros, colmados de zarzas en su mayoría. Había un gran número de árboles, de especies y tamaños variados, irregularmente ubicados aquí y allá. Abundaban los olmos y los chopos, que aún tenían sus ramas desnudas. En cambio, me llamó especialmente la atención un espectacular almendro en flor, al que hacía aún más hermoso la luz que lo regaba, que parecía querer enfocarlo para destacar su belleza de entre todo lo demás. Ciertamente el paraje era muy poco o nada frecuentado, perfecto para quien busca no encontrase con nadie durante un rato.

La perra no paraba de corretear de un lado para otro, buscando y persiguiendo conejos, que por allí abundaban. Parecía feliz. El sitio me estaba gustando mucho, rodeado de tranquilidad y naturaleza y con aquella magnífica luz, cercana ya al atardecer, que lo bañaba todo, otorgándole aún más encanto al lugar. Saqué el móvil y comencé a hacer unas fotos de cuanto me rodeaba. El bonito almendro en flor, los campos verdes…

El paseo estaba resultando de lo más agradable. Todo hacía indicar que esta nueva ruta, que estaba descubriendo, iba a convertirse en una de mis favoritas. Tendría que buscarle un nombre…

Entonces me di cuenta de que llevaba un rato sin ver a Leia. Aunque no paraba quieta ni un momento, constantemente venía a mí, para volver a alejarse y si la perdía de vista era sólo por unos instantes. Siempre aparecía correteando, saliendo de cualquier sitio; nunca estaba mucho tiempo sin venir a mi lado. La llamé por su nombre y silbé. Normalmente hubiera venido en el acto, pero no lo hizo. Volví a llamarla, elevando la voz y volví a silbar, aún más fuerte que antes, pero nada. Empecé a preocuparme. Algo debía haberle ocurrido, porque no era normal que no diera señales de vida. Grité y silbé insistentemente, atenazado ya por los nervios, hasta que de pronto escuché algo… Era ella, sin duda, que ladró de forma lastimera ante mi llamada. No parecía estar muy lejos, así que la busqué, dirigiendo mis pasos hacia el origen del sonido.

La encontré pronto. Estaba en el fondo de una especie de zanja, de más de dos metros de profundidad, rodeada por una masa impenetrable de arbustos, de la que destacaba un árbol de porte menudo, una maraña de zarzas que lo cubría casi todo y una pared vertical de tierra. Apenas podía moverse, tan sólo intentaba, sin éxito, salir del agujero, pero parecía imposible. Respiré aliviado porque la había encontrado, pero… ¿cómo podría sacarla de allí?

La perra intentaba trepar por la pared de tierra, pero ésta era demasiado alta y casi vertical. Además, la superficie no era firme y se desmoronaba con facilidad, seguramente por la humedad que aún conservaba de la gran nevada. Yo la animaba desde arriba, pero pronto me convencí de que le resultaría imposible salir por sí misma. Tan sólo lograba que el animal se agotara y se pusiera aún más nervioso. Advertí que tenía varios puntos de sangre, sobre todo en la boca; parecía provenir de la lengua y pensé que se habría pinchado con las zarzas.

Miré alrededor de la zona en declive, cubierta casi en su totalidad por zarzales y arbustos sin hojas. Pensé que podría rodearla e intentar buscar un acceso para llegar hasta ella, pero me di cuenta en seguida de que el lugar era más grande de lo que en un principio parecía. Corrí hacia la derecha, para rodear por el lado suroeste aquella especie de gran hoya profunda e impenetrable, pero lo único que hacía era alejarme de donde se hallaba prisionera. Por aquel lado no podría rodearlo, salvo que hiciera un trayecto bastante largo. Cuando volví a escuchar los aullidos suplicantes de mi perrita, fui consciente de que no disponía del tiempo necesario para seguir con el plan, sin tener la seguridad de poder llegar al otro lado y encontrar una forma de bajar y llegar hasta ella. Volví hasta el punto de partida y Leia se calmó y dejó de aullar cuando me vio.

Empezaba a sentirme un poco desesperado, pero, sin perder un instante, me fui hacia el otro lado y allí, a unos veinte metros, sí vi un desnivel por el que se podía bajar, no sin dificultades, hasta una zona despejada de árboles y arbustos, cubierta por una espesa capa de plantas secas, posiblemente quemadas por los hielos que siguieron a la nevada. Avancé por una estrecha pendiente, entre más zarzales, para llegar a esa parte más plana y, aparentemente, más accesible. Desde allí podía ver, a poco más de quince metros, la prisión natural en que se había convertido aquella masa hermética de arbustos y zarzales que rodeaba a la perra contra una pared de tierra. Olía a humedad, qué digo, apestaba. Y mis sospechas se confirmaron cuando intenté avanzar por esa alfombra de plantas secas… Mis pies se hundían. Bajo ese estrato superficial había agua. No podía seguir avanzando, sin saber qué profundidad me iba a encontrar a medida que me alejara del borde de tierra firme. Ya me había hundido hasta más arriba de los tobillos, sin encontrar suelo estable. Aquello era como una ciénaga. Imposible avanzar. Entonces, cuando Leia empezaba a aullar de nuevo, al dejar de verme, empecé a llamarla, a ver si lograba que se deshiciera de parte de las zarzas que la enredaban y podía venir hasta mí, por la parte más próxima al muro de tierra. No lo tenía claro, pero debía intentarlo. Quizá, tal vez… Pero no. Ante la imposibilidad de venir hacia mí, la pobre aumentó la intensidad de sus desesperados aullidos. Entonces la ordené que se quedara quieta, para evitar que se lastimara aún más y corrí de nuevo hasta su lado.

Empecé a tener claro que la única forma de sacarla del hoyo era desde abajo, metiéndome yo mismo en el agujero y, una vez puesta a salvo a la perra, yo podría trepar sin muchas dificultades, dada mi mayor envergadura.

Dicho y hecho. Me senté en el borde y me dejé caer, arrastrándome hacia abajo, con cuidado de no caer encima de Leia, cosa que no logré del todo, pues no había sitio suficiente para los dos de manera holgada. Ya estaba con ella. La acaricié para tranquilizarla y comprobé que sangraba menos por la boca, aunque pude observar que, a pesar de la cantidad de pelo, se veían innumerables puntos de sangre, debidos seguramente a los pinchazos con las púas de las zarzas. Pero no había tiempo que perder, había que ponerse manos a la obra, que la tarde empezaba a caer y no podía permitir que se me hiciera de noche en ese lugar.

El objetivo era coger al animal y auparlo lo máximo posible, hasta que pudiera agarrarse con las uñas y salir por sí mismo. Para ello, necesitaba poder elevarme sobre el nivel del suelo del agujero, pues si no, no podría acercarlo hasta el borde, contando con que mis brazos estuvieran totalmente extendidos hacia arriba. No parecía tan fácil, visto desde abajo, pero había que intentarlo.

Entre la maraña de arbustos, ramas y zarzas, había un árbol joven, cuyo tronco no debía llegar a los cinco centímetros de diámetro, que se bifurcaba a algo más de medio metro del suelo. Era perfecto para apoyar un pie, mientras que el otro lo intentaba sujetar contra la pared de tierra. Así podía elevar al can mucho más cerca del borde. Esperaba que el tronco aguantara, sin romperse, pues yo no soy muy corpulento, pero al sumar mi peso al del animal, nos acercábamos a los cien kilogramos. Creo que hasta ahora no he mencionado que mi perrita Leia es un pastor alemán, de algo más de treinta kilos…

Mi posición era realmente complicada. Con un pie en el árbol, que se inclinaba peligrosamente; el otro, apoyado contra la pared de tierra, resbalando poco a poco, y agachado para poder coger por el lomo al can. Ya lo tenía. Tirón hacia arriba y… los dos por el suelo, entre las zarzas y ramas… La perra cayó encima de mí, cosa que preferí, ya que, al contrario, la podría haber hecho mucho daño. Pero noté en la caída cómo una rama arañaba mi pierna fuertemente. El dolor era intenso y sentí un hilo de sangre correr por la pantorrilla hasta el tobillo. No quise ni mirarlo, no era el momento. Me levanté como pude, pues en tan escaso espacio, casi no podíamos movernos allí abajo.

Volví a adoptar esa posición imposible, para intentar alzar a mi fiel compañera hacia arriba. Ella se dejaba manejar sin quejarse, como si comprendiera que, sólo cogiéndola de esa manera, podría sacarla de allí. Venga, otra vez para arribaaaaaa… ¡Zas! De nuevo para abajo. Nueva caída, aunque esta vez fue menos aparatosa que la primera. Caí de pie y sin haber llegado a soltar a la perra. Por un segundo pensé que aquello era imposible. Estaba empapado en sudor y eso que estábamos en febrero. Menos mal que, al ser invierno, iba con varias capas y prendas de abrigo que me protegían de algunos pinchazos y rasguños. Aun así, mis manos y piernas ya estaban muy arañadas. Debía seguir intentándolo, aunque empezaba a notar los brazos, especialmente los hombros, agotados.

Me dispuse a probar de nuevo, por tercera vez. Tenía miedo de volver a fracasar en el intento, pero no tenía otra opción. Vamos allá: Un pie en el árbol, el otro contra la pared, cojo a Leia por la piel del cuello y la grupa y… ¡hacia el cielo!, como si de un Paso de Semana Santa se tratara. Esta vez pude aguantar unos segundos arriba, sin caer, lo suficiente como para que la perra pudiera agarrarse bien con las uñas al suelo y salir por fin del hoyo. Dicen que en determinadas circunstancias, uno es capaz de mostrarse más fuerte de lo que realmente es… Desconozco la base científica de tal aseveración, pero nunca imaginé que podría coger a un perro de ese tamaño y peso, levantarlo y mantenerlo con los brazos totalmente estirados durante un tiempo, más si cabe, estando apoyado, como yo estaba en ese momento, en puntos tan poco firmes como un pequeño tronco, que se inclinaba con mi peso y una pared de tierra húmeda, que se desmoronaba con bastante facilidad.

Bueno, lo más difícil estaba hecho. Al menos eso pensaba yo en ese momento. Poco tiempo fue necesario para advertir que lo realmente complicado era salir yo mismo de allí. Si intentaba escalar por la pared, apoyando los pies en la tierra, ésta se desprendía y no podía ascender. Si me apoyaba en el arbolito, éste se inclinaba hacia el lado contrario y tampoco me permitía acercarme al borde, que, por otro lado, estaba en pendiente, para dificultar aún más la labor de agarrarme a él y hacer fuerza para poder subir. No había nada a lo que poder asirme; sólo unas pocas plantas secas, que se arrancaron sin ofrecer resistencia alguna. Varios intentos por salir terminaron con sendas caídas hacia detrás, con los consiguientes golpes y nuevos arañazos. Leia me miraba desde arriba, parecía tranquila. Al menos uno de los dos lo estaba. No se iba a mover de allí en un buen rato.

El sol ya estaba muy bajo, casi a punto de desaparecer tras la línea del horizonte. La claridad natural iría descendiendo gradualmente durante los próximos minutos, hasta convertirse en oscuridad. Mi estado de preocupación se intensificaba según transcurría el tiempo y no veía la forma de ascender para poder huir de allí. Lo intenté todo, incluso cortar varias ramas del pequeño árbol, para clavarlas lo más cerca del borde y que sirvieran como punto de sujeción, pero nada. En una película tal vez hubiera servido, pero a mí sólo me trajo decepción e impotencia… No había querido hacerlo hasta ese momento, pero decidí llamar a mi mujer, para contarle la situación en la que me encontraba. Le recordé que tenemos un conocido, papá de un amigo de nuestro hijo menor, que es guardia civil y siempre se había mostrado agradable y cordial en el trato con nosotros. Ella tenía su teléfono, así que lo llamó de inmediato.

Parecía que, de pronto, la espectacular y soleada tarde invernal de la que había estado disfrutando hacía poco más de media hora, se daba prisa en apagarse, mucho más rápido de lo que hubiera deseado.

Nuestro conocido guardia civil no se encontraba de servicio. Ese día lo tenía libre. Pero no dudó un segundo en decirle a mi esposa que no se preocupara, que se ponía manos a la obra. Y así fue. A los pocos minutos recibí una llamada suya, para preguntarme dónde estaba y decirme que iba para allá. Mi estado de ánimo mejoró notablemente al escuchar la voz de aquel hombre. Entonces intenté tranquilizarme y explicarle dónde demonios se encontraba el maldito agujero en el que estaba metido. Pero no era fácil…

Me costó mucho esfuerzo transmitirle referencias e indicaciones para que pudieran dar con el dichoso lugar. Realmente no había ningún camino que condujera hasta donde me hallaba. Nadie debía ir por allí nunca; yo no lo conocía tampoco hasta ese momento… No era tarea sencilla explicar por teléfono cómo lograr encontrar un escondrijo, apartado de toda senda y que ni siquiera yo tenía del todo claro. Y la luz empezaba a escasear. El sol ya se había ocultado y los árboles, que un rato antes lucían radiantes con sus colores naturales, sólo eran figuras oscuras que se recortaban en un fondo gris.

Entre llamada y llamada, empecé a escuchar ruidos a poca distancia de donde me encontraba, a mi espalda. Veía que la perra, que no se había movido desde que la saqué del agujero, también dirigía su mirada atenta, orejas bien estiradas, hacia el origen del sonido. Incluso ladró un par de veces. Será un conejo, me dije, pero lo cierto es que no me lo parecía en absoluto. El sonido de un conejo es mucho más rápido, irregular y ligero. Éste otro era más lento, pesado, sigiloso… Además, un lugar cubierto de agua, como lo era aquella especie de cenagal que tenía detrás de mí, no era el hábitat preferido por los conejos. Debía tratarse de un animal de mayor tamaño, pero no lograba pensar en nada que pudiera encajar en lo que escuchaba, cada vez más cerca.

Ya había caído la noche, aunque no había oscurecido del todo. Incluso Leia, que no estaba a más de dos metros de mí, sólo era una sombra en mitad de la oscuridad. Por un momento pensé que no iban a poder llegar hasta allí, que no encontrarían el lugar, ya sin luz natural; que tendría que quedarme toda la noche atrapado en aquel hoyo, en el que no podía ni sentarme… Un escalofrío recorrió mi espalda, empapada en sudor frío, mientras volví a escuchar el sonido de pisadas aproximándose. Leia volvió a ladrar. Ya hacía mucho que no recibía ninguna llamada, o al menos así lo percibía yo. Empecé a sentirme solo como creo que nunca antes me había sentido. Solo y desamparado, incluso dudando de si había actuado de la mejor manera, al meterme dentro de aquella zanja, sin tener la certeza de poder salir… Además, esos ruidos misteriosos habían logrado arrancar en mí un miedo que crecía a medida que se aproximaban por mi espalda. Giraba la cabeza hacia atrás, pero ya no se veía nada. Al menos, tenía la sensación de que se detenía aquello que fuera lo que se estaba aproximando hacia mí, cada vez que intentaba mirar en su dirección.

Entonces escuché mi nombre a lo lejos. Alguien lo gritaba. Nunca había pensado lo bonito que podía llegar a sonar mi nombre vociferado en la oscuridad. ¡Antonio! volví a escuchar. Grité “aquí” varias veces y silbé lo más fuerte que pude, a pesar de que la perra se inquietó y se acercó peligrosamente, ya que ese silbido suele entenderlo como llamada. Intenté calmarla, para que no volviera a caer en la zanja.

Tras varios intercambios de voces en la oscuridad, cada vez más próximas entre sí, logré vislumbrar unos haces de luz que se recortaban en el fondo negro que me rodeaba. Alivio, alegría desmedida, emoción… Hasta me permití olvidarme por unos segundos de aquello que ya empezaba a sentir demasiado cerca de mí.

Por fin llegaron hasta el lugar varias personas, entre ellas, encabezándolas, el buen amigo guardia civil, que se había empeñado en ir a buscarme en su día libre y a fe que lo consiguió. Me deslumbraron con las linternas, pero no me importó. Ya estaba próximo a salir de allí. Les avisé que tuvieran cuidado con la inclinación del terreno y llegué justo a tiempo, ya que uno de ellos a punto estuvo de caer encima de mí. Aunque al principio ladró un poco (no tengo claro si lo hizo a los recién llegados o a lo que se acercaba tras de mí), Leia no fue ningún problema para mis rescatistas.

Lograron sacarme entre dos de ellos; uno alcanzó a darme la mano, una vez había vuelto a encaramarme sobre el arbolito, y otro me lanzó la correa de la perra, para poder asirme a ella y por fin salir del agujero, casi a rastras.

Les hubiera abrazado a todos, de no ser por la maldita pandemia. Exclamé repetidamente palabras de agradecimiento, entre ellas recuerdo “¡qué buenos sois, qué buenos sois!” y nos dispusimos a volver hacia el pueblo, iluminados en aquel camino inexistente por un gran número de linternas. Mi sensación de alivio era infinita, tras haberlo visto todo tan negro hacía tan sólo unos instantes.

A partir de este momento, el conocido guardia civil, papá de un amiguito de mi hijo menor, pasó a ser un buen amigo, al que siempre le estaré agradecido.

Por último, no quisiera dejar de contar algo que sucedió cuando mis salvadores tiraban de mí para poder sacarme del hoyo. Tal vez fuera una de las muchas zarzas que me rodeaban en el agujero, que se agarró accidentalmente con fuerza a mi ropa cuando salía, nunca lo sabré, pero algo me intentó sujetar hacia abajo justo en el momento en que salía de la zanja. La fuerza de aquellos dos hombres, tirando de mí hacia arriba, fue superior a la que pretendía retenerme. Gracias a ello, este hecho circunstancial ha quedado en el recuerdo como una simple anécdota; como una duda en mi mente, que hace que me pregunte de vez en cuando ¿qué era aquello que escuchaba aproximarse tras de mí? o ¿qué hubiera ocurrido si mis bienhechores hubieran llegado al rescate unos minutos después?

 

 

Fin

 

 

 

 

Un relato de Antonio Torres Ortega.

 

En Azuqueca de Henares, a 13 de julio de 2021.