16 de febrero de 2021, en algún lugar
del centro de la península.
La tarde era sencillamente espléndida.
Una temperatura agradable y la típica y hermosa luz de invierno, con un sol radiante,
de esos que preludian un espectacular atardecer, invitaban a salir a dar un
paseo, tras un largo día de teletrabajo.
Atrás había quedado la gran nevada de
enero y las posteriores heladas, que por aquí no se sufrían desde hacía muchos años.
Algunos nunca habíamos visto nada igual. Pero el maldito Coronavirus no cedía
y seguía su contumaz progresión, dejando víctimas mortales cada día, impasible
a cualquier otra circunstancia y razón. Por ello, cada vez que iba a salir con
Leia, mi perrita, a la correa para ella, había que añadir la pertinente mascarilla
para mí. Algo ya habitual en nuestras vidas en esos días, desde hacía ya más de
un año… Resulta curioso cómo somos nosotros los que parecemos llevar bozal, en vez
de nuestros canes…
El inicio del paseo, como tantos
otros días, apurando apenas un par de calles para salir de la población a campo
abierto, donde poder soltar a Leia y así disfrutar ambos de una agradable caminata
fuera del casco urbano, buscando tranquilidad y soledad, y así evitar el
contacto social, tan en boga en esas fechas de pandemia.
El itinerario empezó siendo el de
siempre, por la “ruta de los huesos”, como yo la llamaba. A cada ruta que suelo
recorrer cuando salgo con mi fiel perrita, le pongo un nombre, según alguna
característica propia del lugar en cuestión o simplemente por diferenciar unas
de otras. A ésta la llamo así porque cuando la transité por primera vez, había
muchos huesos (parecían de ganado ovino) a lo largo de la senda.
Pues bien, al final del trayecto de
la ruta de los huesos, en vez de continuar por donde solía, hacia la ruta 53
(este nombre no tiene significado alguno; fue porque sí, me gustó el número y
ya está), opté por cambiar el rumbo y buscar un destino nuevo. Por algún
motivo, decidí apartarme del camino para adentrarme por un lugar que nunca antes
había pateado. Para ello, tuve que pasar a cuatro patas, emulando a mi mascota,
por debajo de una acequia elevada. Pero mereció la pena, al menos eso pensaba
yo en ese momento.
Esa especie de canal elevado hacía
las veces de cercado y muy poca gente, o ninguna, pasaba al otro lado, en el
que abundaban los campos de labranza, sembrados hacía poco de algún tipo de
gramínea, como trigo o cebada, que ya empezaba a verdear y hacer más bonito el
paisaje. Comencé a caminar en paralelo a otra acequia, perpendicular a la que
acababa de cruzar por abajo. En realidad no había camino; el relieve era muy
irregular, plagado de ondulaciones, a modo de pequeños montículos, y desniveles
abruptos del terreno. Y agujeros, muchos agujeros, colmados de zarzas en su
mayoría. Había un gran número de árboles, de especies y tamaños variados, irregularmente
ubicados aquí y allá. Abundaban los olmos y los chopos, que aún tenían sus
ramas desnudas. En cambio, me llamó especialmente la atención un espectacular
almendro en flor, al que hacía aún más hermoso la luz que lo regaba, que
parecía querer enfocarlo para destacar su belleza de entre todo lo demás. Ciertamente
el paraje era muy poco o nada frecuentado, perfecto para quien busca no
encontrase con nadie durante un rato.
La perra no paraba de corretear de un
lado para otro, buscando y persiguiendo conejos, que por allí abundaban.
Parecía feliz. El sitio me estaba gustando mucho, rodeado de tranquilidad y
naturaleza y con aquella magnífica luz, cercana ya al atardecer, que lo bañaba todo,
otorgándole aún más encanto al lugar. Saqué el móvil y comencé a hacer unas
fotos de cuanto me rodeaba. El bonito almendro en flor, los campos verdes…
El paseo estaba resultando de lo más
agradable. Todo hacía indicar que esta nueva ruta, que estaba descubriendo, iba
a convertirse en una de mis favoritas. Tendría que buscarle un nombre…
Entonces me di cuenta de que llevaba
un rato sin ver a Leia. Aunque no paraba quieta ni un momento, constantemente
venía a mí, para volver a alejarse y si la perdía de vista era sólo por unos
instantes. Siempre aparecía correteando, saliendo de cualquier sitio; nunca
estaba mucho tiempo sin venir a mi lado. La llamé por su nombre y silbé.
Normalmente hubiera venido en el acto, pero no lo hizo. Volví a llamarla,
elevando la voz y volví a silbar, aún más fuerte que antes, pero nada. Empecé a
preocuparme. Algo debía haberle ocurrido, porque no era normal que no diera
señales de vida. Grité y silbé insistentemente, atenazado ya por los nervios,
hasta que de pronto escuché algo… Era ella, sin duda, que ladró de forma lastimera
ante mi llamada. No parecía estar muy lejos, así que la busqué, dirigiendo mis
pasos hacia el origen del sonido.
La encontré pronto. Estaba en el
fondo de una especie de zanja, de más de dos metros de profundidad, rodeada por
una masa impenetrable de arbustos, de la que destacaba un árbol de porte
menudo, una maraña de zarzas que lo cubría casi todo y una pared vertical de
tierra. Apenas podía moverse, tan sólo intentaba, sin éxito, salir del agujero,
pero parecía imposible. Respiré aliviado porque la había encontrado, pero…
¿cómo podría sacarla de allí?
La perra intentaba trepar por la
pared de tierra, pero ésta era demasiado alta y casi vertical. Además, la superficie
no era firme y se desmoronaba con facilidad, seguramente por la humedad que aún
conservaba de la gran nevada. Yo la animaba desde arriba, pero pronto me
convencí de que le resultaría imposible salir por sí misma. Tan sólo lograba
que el animal se agotara y se pusiera aún más nervioso. Advertí que tenía varios
puntos de sangre, sobre todo en la boca; parecía provenir de la lengua y pensé
que se habría pinchado con las zarzas.
Miré alrededor de la zona en declive,
cubierta casi en su totalidad por zarzales y arbustos sin hojas. Pensé que
podría rodearla e intentar buscar un acceso para llegar hasta ella, pero me di
cuenta en seguida de que el lugar era más grande de lo que en un principio
parecía. Corrí hacia la derecha, para rodear por el lado suroeste aquella
especie de gran hoya profunda e impenetrable, pero lo único que hacía era
alejarme de donde se hallaba prisionera. Por aquel lado no podría rodearlo,
salvo que hiciera un trayecto bastante largo. Cuando volví a escuchar los
aullidos suplicantes de mi perrita, fui consciente de que no disponía del
tiempo necesario para seguir con el plan, sin tener la seguridad de poder
llegar al otro lado y encontrar una forma de bajar y llegar hasta ella. Volví hasta
el punto de partida y Leia se calmó y dejó de aullar cuando me vio.
Empezaba a sentirme un poco
desesperado, pero, sin perder un instante, me fui hacia el otro lado y allí, a
unos veinte metros, sí vi un desnivel por el que se podía bajar, no sin
dificultades, hasta una zona despejada de árboles y arbustos, cubierta por una
espesa capa de plantas secas, posiblemente quemadas por los hielos que
siguieron a la nevada. Avancé por una estrecha pendiente, entre más zarzales,
para llegar a esa parte más plana y, aparentemente, más accesible. Desde allí podía
ver, a poco más de quince metros, la prisión natural en que se había convertido
aquella masa hermética de arbustos y zarzales que rodeaba a la perra contra una
pared de tierra. Olía a humedad, qué digo, apestaba. Y mis sospechas se
confirmaron cuando intenté avanzar por esa alfombra de plantas secas… Mis pies
se hundían. Bajo ese estrato superficial había agua. No podía seguir avanzando,
sin saber qué profundidad me iba a encontrar a medida que me alejara del borde de
tierra firme. Ya me había hundido hasta más arriba de los tobillos, sin
encontrar suelo estable. Aquello era como una ciénaga. Imposible avanzar. Entonces,
cuando Leia empezaba a aullar de nuevo, al dejar de verme, empecé a llamarla, a
ver si lograba que se deshiciera de parte de las zarzas que la enredaban y
podía venir hasta mí, por la parte más próxima al muro de tierra. No lo tenía
claro, pero debía intentarlo. Quizá, tal vez… Pero no. Ante la imposibilidad de
venir hacia mí, la pobre aumentó la intensidad de sus desesperados aullidos. Entonces
la ordené que se quedara quieta, para evitar que se lastimara aún más y corrí
de nuevo hasta su lado.
Empecé a tener claro que la única
forma de sacarla del hoyo era desde abajo, metiéndome yo mismo en el agujero y,
una vez puesta a salvo a la perra, yo podría trepar sin muchas dificultades,
dada mi mayor envergadura.
Dicho y hecho. Me senté en el borde y
me dejé caer, arrastrándome hacia abajo, con cuidado de no caer encima de Leia,
cosa que no logré del todo, pues no había sitio suficiente para los dos de
manera holgada. Ya estaba con ella. La acaricié para tranquilizarla y comprobé
que sangraba menos por la boca, aunque pude observar que, a pesar de la
cantidad de pelo, se veían innumerables puntos de sangre, debidos seguramente a
los pinchazos con las púas de las zarzas. Pero no había tiempo que perder,
había que ponerse manos a la obra, que la tarde empezaba a caer y no podía
permitir que se me hiciera de noche en ese lugar.
El objetivo era coger al animal y auparlo
lo máximo posible, hasta que pudiera agarrarse con las uñas y salir por sí
mismo. Para ello, necesitaba poder elevarme sobre el nivel del suelo del
agujero, pues si no, no podría acercarlo hasta el borde, contando con que mis
brazos estuvieran totalmente extendidos hacia arriba. No parecía tan fácil,
visto desde abajo, pero había que intentarlo.
Entre la maraña de arbustos, ramas y
zarzas, había un árbol joven, cuyo tronco no debía llegar a los cinco
centímetros de diámetro, que se bifurcaba a algo más de medio metro del suelo.
Era perfecto para apoyar un pie, mientras que el otro lo intentaba sujetar
contra la pared de tierra. Así podía elevar al can mucho más cerca del borde.
Esperaba que el tronco aguantara, sin romperse, pues yo no soy muy corpulento,
pero al sumar mi peso al del animal, nos acercábamos a los cien kilogramos. Creo
que hasta ahora no he mencionado que mi perrita Leia es un pastor alemán, de
algo más de treinta kilos…
Mi posición era realmente complicada.
Con un pie en el árbol, que se inclinaba peligrosamente; el otro, apoyado
contra la pared de tierra, resbalando poco a poco, y agachado para poder coger
por el lomo al can. Ya lo tenía. Tirón hacia arriba y… los dos por el suelo,
entre las zarzas y ramas… La perra cayó encima de mí, cosa que preferí, ya que,
al contrario, la podría haber hecho mucho daño. Pero noté en la caída cómo una
rama arañaba mi pierna fuertemente. El dolor era intenso y sentí un hilo de
sangre correr por la pantorrilla hasta el tobillo. No quise ni mirarlo, no era
el momento. Me levanté como pude, pues en tan escaso espacio, casi no podíamos
movernos allí abajo.
Volví a adoptar esa posición
imposible, para intentar alzar a mi fiel compañera hacia arriba. Ella se dejaba
manejar sin quejarse, como si comprendiera que, sólo cogiéndola de esa manera,
podría sacarla de allí. Venga, otra vez para arribaaaaaa… ¡Zas! De nuevo para
abajo. Nueva caída, aunque esta vez fue menos aparatosa que la primera. Caí de
pie y sin haber llegado a soltar a la perra. Por un segundo pensé que aquello
era imposible. Estaba empapado en sudor y eso que estábamos en febrero. Menos
mal que, al ser invierno, iba con varias capas y prendas de abrigo que me
protegían de algunos pinchazos y rasguños. Aun así, mis manos y piernas ya
estaban muy arañadas. Debía seguir intentándolo, aunque empezaba a notar los brazos,
especialmente los hombros, agotados.
Me dispuse a probar de nuevo, por
tercera vez. Tenía miedo de volver a fracasar en el intento, pero no tenía otra
opción. Vamos allá: Un pie en el árbol, el otro contra la pared, cojo a Leia
por la piel del cuello y la grupa y… ¡hacia el cielo!, como si de un Paso de
Semana Santa se tratara. Esta vez pude aguantar unos segundos arriba, sin caer,
lo suficiente como para que la perra pudiera agarrarse bien con las uñas al
suelo y salir por fin del hoyo. Dicen que en determinadas circunstancias, uno
es capaz de mostrarse más fuerte de lo que realmente es… Desconozco la base
científica de tal aseveración, pero nunca imaginé que podría coger a un perro
de ese tamaño y peso, levantarlo y mantenerlo con los brazos totalmente
estirados durante un tiempo, más si cabe, estando apoyado, como yo estaba en
ese momento, en puntos tan poco firmes como un pequeño tronco, que se inclinaba
con mi peso y una pared de tierra húmeda, que se desmoronaba con bastante
facilidad.
Bueno, lo más difícil estaba hecho.
Al menos eso pensaba yo en ese momento. Poco tiempo fue necesario para advertir
que lo realmente complicado era salir yo mismo de allí. Si intentaba escalar por
la pared, apoyando los pies en la tierra, ésta se desprendía y no podía
ascender. Si me apoyaba en el arbolito, éste se inclinaba hacia el lado
contrario y tampoco me permitía acercarme al borde, que, por otro lado, estaba
en pendiente, para dificultar aún más la labor de agarrarme a él y hacer fuerza
para poder subir. No había nada a lo que poder asirme; sólo unas pocas plantas
secas, que se arrancaron sin ofrecer resistencia alguna. Varios intentos por
salir terminaron con sendas caídas hacia detrás, con los consiguientes golpes y
nuevos arañazos. Leia me miraba desde arriba, parecía tranquila. Al menos uno
de los dos lo estaba. No se iba a mover de allí en un buen rato.
El sol ya estaba muy bajo, casi a
punto de desaparecer tras la línea del horizonte. La claridad natural iría
descendiendo gradualmente durante los próximos minutos, hasta convertirse en
oscuridad. Mi estado de preocupación se intensificaba según transcurría el
tiempo y no veía la forma de ascender para poder huir de allí. Lo intenté todo,
incluso cortar varias ramas del pequeño árbol, para clavarlas lo más cerca del
borde y que sirvieran como punto de sujeción, pero nada. En una película tal
vez hubiera servido, pero a mí sólo me trajo decepción e impotencia… No había
querido hacerlo hasta ese momento, pero decidí llamar a mi mujer, para contarle
la situación en la que me encontraba. Le recordé que tenemos un conocido, papá
de un amigo de nuestro hijo menor, que es guardia civil y siempre se había
mostrado agradable y cordial en el trato con nosotros. Ella tenía su teléfono,
así que lo llamó de inmediato.
Parecía que, de pronto, la
espectacular y soleada tarde invernal de la que había estado disfrutando hacía
poco más de media hora, se daba prisa en apagarse, mucho más rápido de lo que
hubiera deseado.
Nuestro conocido guardia civil no se
encontraba de servicio. Ese día lo tenía libre. Pero no dudó un segundo en
decirle a mi esposa que no se preocupara, que se ponía manos a la obra. Y así
fue. A los pocos minutos recibí una llamada suya, para preguntarme dónde estaba
y decirme que iba para allá. Mi estado de ánimo mejoró notablemente al escuchar
la voz de aquel hombre. Entonces intenté tranquilizarme y explicarle dónde
demonios se encontraba el maldito agujero en el que estaba metido. Pero no era
fácil…
Me costó mucho esfuerzo transmitirle
referencias e indicaciones para que pudieran dar con el dichoso lugar.
Realmente no había ningún camino que condujera hasta donde me hallaba. Nadie
debía ir por allí nunca; yo no lo conocía tampoco hasta ese momento… No era
tarea sencilla explicar por teléfono cómo lograr encontrar un escondrijo,
apartado de toda senda y que ni siquiera yo tenía del todo claro. Y la luz
empezaba a escasear. El sol ya se había ocultado y los árboles, que un rato
antes lucían radiantes con sus colores naturales, sólo eran figuras oscuras que
se recortaban en un fondo gris.
Entre llamada y llamada, empecé a
escuchar ruidos a poca distancia de donde me encontraba, a mi espalda. Veía que
la perra, que no se había movido desde que la saqué del agujero, también
dirigía su mirada atenta, orejas bien estiradas, hacia el origen del sonido. Incluso
ladró un par de veces. Será un conejo, me dije, pero lo cierto es que no me lo
parecía en absoluto. El sonido de un conejo es mucho más rápido, irregular y
ligero. Éste otro era más lento, pesado, sigiloso… Además, un lugar cubierto de
agua, como lo era aquella especie de cenagal que tenía detrás de mí, no era el
hábitat preferido por los conejos. Debía tratarse de un animal de mayor tamaño,
pero no lograba pensar en nada que pudiera encajar en lo que escuchaba, cada
vez más cerca.
Ya había caído la noche, aunque no
había oscurecido del todo. Incluso Leia, que no estaba a más de dos metros de
mí, sólo era una sombra en mitad de la oscuridad. Por un momento pensé que no
iban a poder llegar hasta allí, que no encontrarían el lugar, ya sin luz
natural; que tendría que quedarme toda la noche atrapado en aquel hoyo, en el
que no podía ni sentarme… Un escalofrío recorrió mi espalda, empapada en sudor
frío, mientras volví a escuchar el sonido de pisadas aproximándose. Leia volvió
a ladrar. Ya hacía mucho que no recibía ninguna llamada, o al menos así lo
percibía yo. Empecé a sentirme solo como creo que nunca antes me había sentido.
Solo y desamparado, incluso dudando de si había actuado de la mejor manera, al
meterme dentro de aquella zanja, sin tener la certeza de poder salir… Además,
esos ruidos misteriosos habían logrado arrancar en mí un miedo que crecía a
medida que se aproximaban por mi espalda. Giraba la cabeza hacia atrás, pero ya
no se veía nada. Al menos, tenía la sensación de que se detenía aquello que
fuera lo que se estaba aproximando hacia mí, cada vez que intentaba mirar en su
dirección.
Entonces escuché mi nombre a lo
lejos. Alguien lo gritaba. Nunca había pensado lo bonito que podía llegar a
sonar mi nombre vociferado en la oscuridad. ¡Antonio! volví a escuchar. Grité
“aquí” varias veces y silbé lo más fuerte que pude, a pesar de que la perra se
inquietó y se acercó peligrosamente, ya que ese silbido suele entenderlo como
llamada. Intenté calmarla, para que no volviera a caer en la zanja.
Tras varios intercambios de voces en
la oscuridad, cada vez más próximas entre sí, logré vislumbrar unos haces de
luz que se recortaban en el fondo negro que me rodeaba. Alivio, alegría
desmedida, emoción… Hasta me permití olvidarme por unos segundos de aquello que
ya empezaba a sentir demasiado cerca de mí.
Por fin llegaron hasta el lugar
varias personas, entre ellas, encabezándolas, el buen amigo guardia civil, que
se había empeñado en ir a buscarme en su día libre y a fe que lo consiguió. Me
deslumbraron con las linternas, pero no me importó. Ya estaba próximo a salir
de allí. Les avisé que tuvieran cuidado con la inclinación del terreno y llegué
justo a tiempo, ya que uno de ellos a punto estuvo de caer encima de mí. Aunque
al principio ladró un poco (no tengo claro si lo hizo a los recién llegados o a
lo que se acercaba tras de mí), Leia no fue ningún problema para mis
rescatistas.
Lograron sacarme entre dos de ellos;
uno alcanzó a darme la mano, una vez había vuelto a encaramarme sobre el arbolito,
y otro me lanzó la correa de la perra, para poder asirme a ella y por fin salir
del agujero, casi a rastras.
Les hubiera abrazado a todos, de no
ser por la maldita pandemia. Exclamé repetidamente palabras de agradecimiento,
entre ellas recuerdo “¡qué buenos sois, qué buenos sois!” y nos dispusimos a
volver hacia el pueblo, iluminados en aquel camino inexistente por un gran
número de linternas. Mi sensación de alivio era infinita, tras haberlo visto todo
tan negro hacía tan sólo unos instantes.
A partir de este momento, el conocido
guardia civil, papá de un amiguito de mi hijo menor, pasó a ser un buen amigo,
al que siempre le estaré agradecido.
Por último, no quisiera dejar de
contar algo que sucedió cuando mis salvadores tiraban de mí para poder sacarme
del hoyo. Tal vez fuera una de las muchas zarzas que me rodeaban en el agujero,
que se agarró accidentalmente con fuerza a mi ropa cuando salía, nunca lo
sabré, pero algo me intentó sujetar hacia abajo justo en el momento en que
salía de la zanja. La fuerza de aquellos dos hombres, tirando de mí hacia
arriba, fue superior a la que pretendía retenerme. Gracias a ello, este hecho
circunstancial ha quedado en el recuerdo como una simple anécdota; como una
duda en mi mente, que hace que me pregunte de vez en cuando ¿qué era aquello
que escuchaba aproximarse tras de mí? o ¿qué hubiera ocurrido si mis bienhechores
hubieran llegado al rescate unos minutos después?
Fin
Un relato de Antonio Torres Ortega.
En Azuqueca de Henares, a 13 de julio
de 2021.