viernes, 19 de octubre de 2018

El Dragón Milenario




          Hace muchos muchos años, en una época en la que los hombres llegaron a conocer a los dragones, ocurrió una curiosa historia con un niño y un dragón, de los llamados “milenarios”, como protagonistas.

        El niño vivía en una pequeña aldea, cerca de las montañas, y pertenecía a una familia de aguerridos cazadores de dragones. Eran hombres valientes que se dedicaban a proteger a las pobres gentes indefensas de estas terribles bestias voladoras y escupidoras de fuego.

        Un día el niño salió a pasear por el campo, como era su costumbre, pero esta vez lo hizo solo. Tan absorto en sus pensamientos estaba que salió de su camino habitual sin darse cuenta y continuó andando sin rumbo definido durante un largo rato.

        De pronto se dio cuenta que durante las últimas horas había estado caminando por una pendiente que ascendía poco a poco pero sin descanso hacia las estribaciones de una enorme y escarpada montaña. El niño, un muchacho un poco distraído pero muy valiente, como el resto de su familia, no dudó en continuar con su caminata, a pesar de tratarse de un lugar desconocido para él. Tenía una corazonada; presentía que algo interesante le iba a ocurrir si seguía adelante.

        Sus pasos le llevaron hasta una gran gruta, que se abría en la piedra de la montaña. Se acercó hasta quedar justo enfrente de la enorme abertura, como si esperara ver algo allí.

        Al otro lado de la misteriosa grieta se escuchaba la respiración de algo o alguien que permanecía al acecho. Era un ser enorme, cubierto de gruesas escamas, con un largo cuello y una aún más interminable cola. Dos grandes alas descansaban plegadas sobre sus costados. Las garras de sus manos, negras como la noche, estaban afiladas como cuchillos, y las de sus pies eran del tamaño de un hombre.

        ¡Sí, amigos, era un dragón! Un descomunal dragón, de color rojo como la sangre, que observaba con atención los movimientos del niño, diminuto a su lado.

        ­­­­—¡Un cachorro humano! —se dijo el dragón— ¿habrá venido a buscarme para darme caza? No veo que venga armado y no parece muy temible, la verdad. Pero uno no puede fiarse de los hombres; son malvados y sólo quieren matarnos.

        El muchacho no podía imaginar lo que había al otro lado de la grieta. Sus antepasados habían exterminado a los últimos dragones de la región. Hacía muchos años que nada sabían de esas bestias por aquellos lugares. Pero tenía la sensación de que algo había al otro lado, quizá un oso…

        Se acercó más a la abertura y, ni corto ni corto ni perezoso, se introdujo por ella sin ningún miedo. La cueva estaba muy oscura y no se podía ver nada. El niño andaba muy despacio, con los brazos estirados hacia adelante, para no tropezar o chocarse con nada.

        El dragón no salía de su asombro al ver aquello: un cachorro humano que se aproximaba a él sin el más mínimo temor. No era normal. Los humanos siempre habían temido a los dragones, por eso querían cazarlos y exterminarlos. Por eso habían matado a toda su familia, sólo quedaba él. Era el último de una estirpe muy especial de dragones: los llamados dragones milenarios. Era una especie muy rara y con una cualidad que los diferenciaba de todos los demás: No morían nunca, eran inmortales. Podían vivir durante años y siglos y milenios, salvo que su vida les fuera arrebatada. Sólo morían si los mataban, nunca por vejez.

        —Si se acerca un poco más, lo achicharraré ­—pensó el dragón—. Para terminar con este pequeño humano me serviría con emplear una simple llamarada de uno de los agujeros de mi nariz.

        Los dragones milenarios eran de los pocos que podían arrojar su fuego no sólo por la boca sino también por los orificios de la nariz.

        Pero el joven muchacho, ajeno al grave peligro que le acechaba, continuaba andando hacia la descomunal bestia.

        De pronto el niño tocó algo con sus manos. Supuso que había llegado al final de la cueva porque lo que palpó era duro como la piedra; aquel oscuro lugar no debía ser tan grande como pensaba, se dijo.

        —¡Me está tocando! —se dijo el dragón, indignado por el atrevimiento— ¡lo voy a achicharrar!

        Pero no lo hizo.

        El niño seguía pasando sus manos por las enormes escamas del cuerpo del dragón, hasta que notó un ligero movimiento en aquello que tocaba… No se trataba de una pared de roca, sino de algo vivo…

        Entonces escuchó una voz ronca que retumbó entre las paredes de piedra.

—¡¿Qué haces aquí?! —bramó el dragón.

        Ahora sí el niño sintió miedo. Percibió que algo de gran tamaño se movía delante de él. No sabía qué podía ser, pero al comprobar que hablaba pensó que podría tratarse de un gigante o algo así.

        El valiente pequeño dejó sus temores a un lado y contestó, intentando mantener la calma.

        —Creo que me he perdido, señor, ¿quién es usted?

        —¿Es que no lo sabes? —gruñó el dragón—. ¿Acaso no has venido hasta aquí buscándome a mí?

        —No tengo ni idea, señor —contestó el niño— y no he venido buscando a nadie. No conozco este sitio y no sé quién pueda vivir en él.

        —Soy un dragón, el último de mi especie.

        El niño se quedó pensativo; no sabía que aún quedaran dragones y mucho menos que pudieran hablar…

        —Pensaba que ya no había dragones —dijo el muchacho.

        —Claro —contestó malhumorado el dragón—, los humanos habéis hecho todo lo posible por exterminarnos a todos, ¿verdad?

        El niño se sintió culpable y no sabía qué decir. Precisamente su familia, desde hacía muchas generaciones, había presumido de tener a los mejores cazadores de dragones. Su abuelo siempre le contaba cómo terminó con los últimos dragones de los llamados milenarios, los más difíciles de encontrar…

        —Supongo que habrá sido con la intención de defenderse —dijo el joven, no muy seguro de que sus palabras fueran del agrado de la gran bestia que tenía ante sí.

Aunque no podía ver al dragón, sentía que debía ser de un tamaño considerable. Empezó a temer por su vida el pequeño aventurero.

—¡¿Defenderse?! —gritó irritado el dragón— ¿Defenderse de qué? Los de mi estirpe nunca atacaron a los humanos, nunca.

Entonces se mantuvo en silencio durante un instante, antes de seguir, en un tono más calmado, incluso triste y melancólico.

—Pero los hombres nos buscaron y mataron a todos los miembros de mi familia, menos a mí. Soy el último de mi especie.

El niño, además de miedo, empezó a sentir pena por aquella temible bestia.

—¿Qué especie? —preguntó dubitativo.

—¡Ya te lo he dicho antes! —volvió a hablar con su tono enfadado— ¡Soy un dragón! ¡Un dragón milenario! ¡El último de mi estirpe!

Al decir estas palabras, se acercó amenazante hacia el asustado pequeño, que recordó las historias que le contaban en casa sobre la caza y exterminio de los últimos dragones milenarios. Se preguntó si serían familiares suyos los dragones a los que mató su abuelo.

—Y… ¿qué vas a hacer conmigo? —preguntó el niño.

—Tendré que acabar contigo, cachorro humano, no me queda otra opción. Si no, les dirías a los tuyos dónde estoy y vendrían a cazarme. Aunque huyera de aquí, terminarían encontrándome; para eso los humanos sois muy listos.

En este momento, por primera vez, el muchacho pudo apreciar entre las sombras el contorno del terrorífico animal. Era mucho más grande de lo que sospechaba. Además, vio brillar claramente sus ojos dorados cuando la bestia se acercó más a él. Tenía más miedo que nunca, incluso le temblaban las piernas.

—Te prometo que si me dejas marchar no le diré a nadie que te he visto —dijo el niño, inocentemente.

En el fondo se sentía culpable por todo lo que su familia le había hecho a ese pobre dragón; le habían dejado solo en el mundo, sin sus seres queridos. Pensaba lo triste que él mismo estaría si alguien hubiera matado a toda su familia.

Pero el dragón soltó una estruendosa carcajada.

­­­­—¿Dejarte marchar? No me hagas reír. ¿Por qué iba a confiar en ti, en un humano?

—Porque te he dado mi palabra —contestó el niño.

El dragón volvió a soltar otra carcajada.

—¿Y qué valor tiene la palabra de un cachorro de hombre?

El muchacho se sintió molesto por el comentario del dragón. Él creía que su palabra valía mucho. Siempre cumplía con lo que decía y estaba dispuesto a seguir haciéndolo.

—¿Qué valor tiene la palabra de un dragón? —contestó el pequeño, desafiando a la descomunal fiera.

—¡¿Cómo te atreves?! —rugió el dragón—. ¡Un dragón milenario nunca falta a su palabra! He vivido miles de años; antes de que tu raza apareciera en este mundo yo ya había coexistido en paz y armonía con todo tipo de especies. Nunca he traicionado, nunca he engañado…

—Pues mi palabra vale lo mismo —interrumpió el niño, tranquilo y orgulloso—. Yo tampoco traiciono ni engaño a nadie.

El enorme dragón se enfureció tanto que empezó a echar humo por los agujeros de la nariz. Parecía que en cualquier momento iba a comenzar a lanzar llamaradas… pero no lo hizo.

—Me estás mintiendo, cachorro humano —dijo el dragón.

—No lo hago, señor dragón —contestó el niño, seguro de sí mismo—. Tantos años de vida seguro que le han otorgado la sabiduría suficiente para darse cuenta de que no miento.

El dragón se revolvió enfurecido, golpeando la cola y las alas contra las paredes de piedra de aquella oscura caverna. Las llamas iluminaban ya su boca y nariz; parecía un volcán a punto de estallar. Pero el niño ahora no tenía miedo.

Con un mínimo esfuerzo la poderosa bestia podría haber dejado al niño reducido a unas cenizas… pero algo en su interior se lo impidió. Quizá detectó sinceridad en aquel cachorro de hombre; quizá la tentación de poder hablar con alguien después de tantos años sin hacerlo con nadie; acaso no podía dejar de aprovechar la oportunidad de aceptar el desafío de un humano y salir victorioso de él…

—¡Acepto el reto! —dijo por fin el dragón.

El joven muchacho respiró aliviado. Ya pensaba que su fin había llegado. El dragón continuó.

—Estoy dispuesto a dejarte marchar. Pero si me delatas, prometo no descansar hasta encontrarte y acabar contigo.

—Me parece justo —contestó el niño, y ofreció su pequeña mano al dragón para estrecharla, como hacen los humanos para llegar a un acuerdo.

El dragón quedó extrañado por aquel gesto, pero también él adelantó una de sus garras para que el niño la cogiera por una de sus uñas y se firmara el pacto entre caballeros.

El pequeño abandonó sano y salvo la oscura cueva e inició el camino de vuelta a casa lo más rápido que pudo, no fuera que la terrible bestia se arrepintiera de sus palabras.

 

No sólo no dijo nada del dragón a nadie, sino que el niño volvió hasta la montaña para visitar al dragón de vez en cuando. Una bonita amistad surgió entre ambos con el paso de los años. El niño se hizo un hombre y mantuvo su promesa hasta el final de sus días. Murió de viejo y nunca nadie supo nada de su secreto. El dragón lamentó la pérdida de su buen amigo humano.

Ser honesto y cumplir siempre con la palabra dada puede llegar a lograr las más extrañas alianzas y también las más fuertes amistades. Es la mejor forma de ganarse el respeto y aprecio de los demás.

 
 

 

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Espero que os haya gustado.

 

FIN

 

Hace ya diecisiete años...


Fue el día 20 de octubre de 2001 cuando todo empezó...


Ricardo y Alex, buenos amigos, salieron en moto para alejarse de la monotonía del día a día y pasar el fin de semana en el campo.
Disfrutaron de una soleada mañana recorriendo sus rutas favoritas por tierras alcarreñas, hasta que tomaron aquel camino que no conocían...

Todo cambió de manera súbita. El ambiente se tornó plomizo y tenebroso y acabaron medio perdidos junto a una taberna que parecía abandonada en mitad del bosque. Allí comenzaron a sucederse de manera vertiginosa una serie de acontecimientos que podrían tildarse de irreales, con unos personajes peculiares, que parecían salidos de una película de misterio... o de terror.

Nunca pudieron olvidar aquel fin de semana, en el que a punto estuvieron de perder el juicio... y la vida.
 

Una historia de fútbol



¡Somos campeones, papá!”

 

   ¡Gooooooool! ¡Toma ya, el tercero!

No pudo evitar saltar del sillón, para celebrar un nuevo gol de su equipo del alma. A pocos minutos para el final del partido, el resultado de tres a cero a favor del Atlético de Madrid parecía definitivo. Esta vez no se le iba a escapar el título de campeón de la Europa League.

   Hoy no ha tocado sufrir ¿eh, papá? No como otras veces…

Llevaba al cuello una bufanda rojiblanca de lana, con más años que él, pero no era una bufanda cualquiera; era especial. Su padre ya la había lucido en Lyon, hacía treinta y dos años, la misma ciudad y el mismo estadio que ahora, en otra final europea del Atlético; aunque en aquella ocasión con bastante menos suerte…

   No es la Champions, pero un título es un título ¿no crees? ¡Atleeeeeeeeeeeti, Atleeeeeeeeeti!

Su rostro, entre la euforia y la emoción cuando el árbitro pitó el final del partido; el Atlético, campeón.

Entonces se arrodilló en la alfombra del salón, frente a la tele, y levantó su bufanda hacia el cielo, mientras unas lágrimas resbalaban por su mejilla. Hubiera dado cualquier cosa por poder abrazar a su padre y celebrar con él aquel momento. Pero ya habían pasado demasiados años desde que no podía hacerlo y se tenía que conformar con ponerse su bufanda durante los partidos; con comentar algunas jugadas con él, como si estuviera a su lado, escuchándolo; y, sobre todo, con recordar tantos momentos de fútbol vividos con aquel hombre, cuya pasión por el Atleti había heredado. Desde niño lo llevó al estadio Vicente Calderón, y la semilla de ese sentimiento tal especial por un equipo germinó para siempre en él.

Le debía muchas cosas a su padre y la devota afición por estos colores era una de ellas.

—¡Somos campeones, papá!