martes, 26 de julio de 2022

La casa misteriosa

 

La casa misteriosa

 

         Semana Santa de 2022, trece de abril, en algún lugar de la costa mediterránea.

 

Era simple curiosidad, no interés real, he de admitirlo. El caso es que decidí tomar una foto del número de teléfono que estaba escrito en el lugar, ahora tapiado, donde debió ubicarse la puerta principal de la construcción, junto a la leyenda “se vende, for sale”.

Se trataba de una casa señorial, tipo palacete, abandonada desde hacía ya mucho tiempo, según el estado de deterioro que mostraba. Una casa que parecía de otra época. Posiblemente construida no en el siglo pasado, sino en el anterior. De lo que no cabía dudas es que, en su momento de esplendor, seguramente representaba la posición social distinguida, acaso noble, de sus propietarios.

Casi siempre veraneábamos en el mismo lugar. Un sitio relativamente tranquilo, con mar. La típica urbanización ideal para familias con hijos, con piscinas, cuidados jardines y muy cerca de la playa.

Desde la primera vez que acudimos a este rincón, me llamó poderosamente la atención aquella especie de mansión en estado de avanzado abandono. Al encontrarse muy próxima a la urbanización donde nos alojábamos, cada vez que salía a pasear o a sacar a la perrita, iba a visitarla. Los muros exteriores de la propiedad, en algunas partes, estaban completamente destruidos, prácticamente inexistentes, por lo que se podía acceder sin problemas a la parcela que rodeaba la casa, completamente asilvestrada, cubierta por hierbas altas, cardos y demás maleza que crecía naturalmente entre varios pinos, de porte majestuoso, que seguramente fueron ilustres testigos de las circunstancias que rodearon el abandono de tan magnífica morada.

La edificación tenía dos plantas y tres cuerpos bien diferenciados. El central era algo más bajo que los otros dos, levantados en forma de torre, una de ellas coronada por almenas, a modo de castillo medieval, y la otra, acabada en un puntiagudo y decorativo chapitel de teja roja. Las ventanas eran altas y alargadas en ambas plantas, propias de viviendas con techos muy altos. Las de la planta baja estaban protegidas por bonitas rejas de hierro forjado, ya medio oxidadas; las de la superior, con contraventanas mallorquinas, de madera, algunas un tanto destartaladas y otras, cerradas a cal y canto, desde hace quién sabe cuánto.

Junto al edificio principal se encontraba otro, aledaño, prácticamente destruido, que podría haber constituido la vivienda de los sirvientes. Y en la parte trasera había una entrada amplia, que conducía hasta una especie de garaje, amplio y con la puerta arrancada y destrozada.

Cada vez que volvíamos a nuestro lugar favorito de vacaciones, normalmente en el mes de julio, una de las primeras tareas, después de acercarnos a ver el mar, por supuesto, y dejar a la familia instalada en el apartamento, era la de ir a visitar la que terminé por llamar la casa misteriosa. Pensaba que posiblemente, de una vez para otra, podría encontrarla restaurada, en proceso de restauración o incluso habitada de nuevo. Pero no, año tras año me la encontraba en el mismo o peor estado de abandono y deterioro.

Y para que no le faltara de nada, también se decía que la casa tenía, cómo no, su propio fantasma. Al parecer, quien aseguraba haberlo visto, lo describía como un señor de alta alcurnia, vestido elegantemente de otra época, siempre de negro, que intentaba mantener alejados de allí a los ocupadores no deseados… El caso es que, espectros aparte, la estampa de la mansión tenía un cierto toque tétrico y sombrío.

Hasta ahora me había limitado a fotografiarla, desde diferentes ángulos y perspectivas, a cierta distancia, y poco más. Imaginaba cómo debía lucir en sus años de esplendor; me preguntaba quiénes serían sus moradores; hace cuántos años vivieron allí y, sobre todo, ¿por qué se había abandonado una casa como aquella? ¿Por qué nadie la había heredado o adquirido para arreglarla? ¿Por qué tan espléndida mansión se iba consumiendo poco a poco, sin remisión?

Pero en esta última ocasión, quién sabe si por creerme con algún derecho ilusorio sobre aquella casa, señorial en su tiempo, desvalida y solitaria en la actualidad, tras tantos años admirándola desde el respeto y la distancia, incluso deseándola como propia, si las circunstancias económicas lo hubieran permitido, decidí que era el momento de dar el paso de acercarme más a ella; de verla mejor, de tocarla, de asomarme a alguna de sus ventanas desvencijadas de la planta inferior, de pasear por la parcela, de sentirme parte de la historia de aquel amor inalcanzable.

Y entré en el término de la propiedad, por la parte frontal, en la que no había ningún resto de vallado o muro exterior; en lo que debió ser el jardín de la vivienda. Me acerqué a la casa, toqué su fachada, que aún conservaba su color amarillento, muy desmejorado entre las manchas de humedad, las grietas y los desconchones. Paseé a su alrededor, mirando hacia arriba, a los ventanales, las torres, las almenas. No me sentía extraño allí. Percibí que me inundaba un sentimiento de pena, respeto y un cierto cariño hacía aquel lugar. Entonces me topé con la que debió ser la entrada principal, tapiada y enfoscada con cemento, y aquella especie de grafiti, con el anuncio de se vende y un número de teléfono. Saqué mi móvil y fotografié el rótulo. La curiosidad e imaginación tomaron la iniciativa por mí, aunque en el fondo sabía muy bien que nunca podría poseerla.

Antes de irme de allí, tuve tiempo para observar algún detalle más, como una escalera exterior, en la parte trasera, que moría en otra puerta tapiada, esta vez en la segunda planta. Las dos únicas puertas de acceso a la vivienda estaban cegadas, por lo que resultaba imposible entrar en la casa, puesto que todas las ventanas de la planta baja estaban salvaguardadas por sólidas rejas. La única opción para irrumpir en su interior consistía en trepar hasta alguna de las ventanas superiores, a una altura considerable, aprovechando las que tuvieran las contraventanas deterioradas. Junto a la base de la escalera se encontraba una curiosa hornacina, encastrada en el muro lateral, ahora vacía, pero seguro que en su momento cobijó la imagen de algún santo o virgen. Esto hacía suponer que quien encargó la construcción de la mansión era de profundas creencias religiosas. Me asomé, sin entrar, al espacioso hueco donde ya no había puerta, de lo que parecía una especie de garaje o almacén, pero pude ver cómo en aquel lugar si había indicios de cierto uso, aunque fuera por parte de personas ajenas a la propiedad. Se veían cajas colocadas boca abajo, a modo de mesas, con algunas botellas vacías de bebidas alcohólicas, un par de colchones, algunas sillas de plástico, seguramente sustraídas de algún bar, y vasos y cristales por el suelo. Me llamó la atención una pintada, a brochazos gruesos, sobre la ennegrecida pared del fondo, que decía “VAIS A …” ¿Vais a qué? me pregunté, aunque no le di mayor importancia. Me disponía a marchar de allí, no sin antes echar un último vistazo a la fachada principal, enfocando mi atención en la torre del tejado rojizo, de la que salía una terraza, cuyo suelo había cedido. Justo sobre el dintel del espacioso balcón de su planta superior, tomaba protagonismo una inscripción, en relieve, en la que se leía “Villaura”. Era el nombre de la residencia.

Volví al apartamento, con la familia, y continué con las actividades propias de estos periodos vacacionales. Pero no lograba quitarme la casa misteriosa de la cabeza, así que después del paseo con los niños para lograr el ansiado helado de cucurucho, que tanta ilusión les hacía, eché mano del teléfono y, tras unos instantes de indecisión, llamé al número que estaba escrito sobre el tabicado de la puerta principal. Una inusitada agitación me acompañó durante los segundos que sonó el tono de llamada. No contestaron y colgué, casi con cierto alivio. Me sentí perplejo por la extraña sensación. Parecía absurdo, pero había sentido temor a que me contestaran. De inmediato me arrepentí por haber llamado; dejé el teléfono e intenté olvidarme de la llamada y de la casa.

Casi lo había logrado, cuando de pronto sonó la canción “Close to me”, del grupo The Cure, melodía de llamada de mi móvil. Algo en mi interior me impedía ir a cogerlo, aun sin saber quién me llamaba… Uno de mis hijos me acercó amablemente el teléfono y se quedó mirándome, perplejo, porque no contestaba. Entonces lo miré (no lo había hecho hasta ese instante) y vi que se trataba del número al que yo había llamado hacía poco más de media hora. Me levanté y salí a la terraza, para estar solo, y contesté.

Era una voz femenina, parecía de una mujer joven.

         –Tengo una llamada perdida de este número, de hace un rato… ¿Me has llamado?

         Me pareció un tanto informal la forma de dirigirse a mí. Confirmé mi sospecha de que no se trataba de una inmobiliaria. Sería la dueña de la propiedad o alguien cercano.

         –Eeeh… sí. He llamado por el anuncio de una casa abandonada…

         –Ah, claro –me interrumpió–, la casa abandonada. Está en venta, ¿quiere verla?

         –La he estado viendo –contesté, pensando que poco más se podía ver, al estar tapiadas sus puertas–, sólo era por saber qué precio tiene…

         –Me pillas muy cerca de allí; te la puedo enseñar ahora mismo.

         –He visto que las puertas… –insistí, pretendiendo dar por zanjado el asunto.

         –No se puede entrar –volvió a interrumpirme–, eso es verdad, pero te puedo enseñar algunas cosas, si es que tienes interés.

         En aquel momento me pareció escuchar de fondo unas risas y alguien que mandaba callar a quien reía.

         –Ya es un poco tarde –añadí–, ¿no sería mejor mañana?

         Eran más de las ocho y media. No tardaría mucho en anochecer.

         –Mañana salgo de viaje, tiene que ser hoy, ahora. ¿Le interesa la casa o no?

         Mi cabeza me pedía terminar la conversación cuanto antes y olvidar el asunto, pero me sorprendí a mí mismo diciendo que estaría allí en cinco minutos. “No tardas nada –me dije, intentando convencerme de que había hecho lo correcto–, que te cuente lo que sea de la casa, te informe del precio, que será inalcanzable, y asunto resuelto”. Tal vez podría llegar a conocer la historia del porqué del abandono, pensaba, durante los escasos dos minutos que tardé en presentarme en el lugar en cuestión.

         Cuando llegué no vi a nadie en la zona de la fachada principal, lugar lógico para esperar a alguien que viene a ver la propiedad. Tal vez había comparecido muy pronto, deduje. No tardará en llegar. “Y si no viene nadie en unos minutos, me voy de aquí y punto”, me dije, convencido. No obstante, decidí rodear la vivienda, por si acaso me esperaban en la parte trasera.

         Estaba doblando la esquina norte del edificio, cuando me pareció escuchar algo tras de mí. No había terminado de girarme cuando noté un fuerte impacto en mi cabeza y todo se hizo oscuridad y silencio.

        

         La consciencia volvió a mí, así como la visión, aunque no para percibir ni ver nada bueno. Un intenso dolor de cabeza apenas me permitía enfocar la vista en lo que tenía frente a mí, a pocos metros de distancia. La bruma se iba dispersando, mientras empezaba a darme cuenta de mi situación. Aparte del terrible dolor de cabeza, sentía frío en todo mi cuerpo. También apreciaba dolor en las muñecas y los tobillos… Algo adhesivo amordazaba mi boca y me impedía tan siquiera mover los labios.

         Por fin vi donde me encontraba. Estaba situado justo enfrente de la pared que había llamado mi atención tan sólo hacía unas horas. Ante mí se mostró de nuevo la pintada que decía “VAIS A…” Apenas podía mover la cabeza, por el lacerante dolor, para ver lo que me rodeaba, pero percibí la presencia de varias personas y el olor de velas encendidas, entremezclado con el de porro y alcohol… Estaba completamente desnudo, sentado y atado a una de las sillas de plástico que también había visto por allí. Mis tobillos y muñecas estaban fuertemente amarrados a las patas de mi asiento, supuse que con bridas, y no podía moverme. Tal vez sí hubiera conseguido tirarme al suelo, pero temía el impacto irremediable de mi cabeza contra el pavimento y lo descarté de inmediato.

Entonces oí una voz, masculina, a mi derecha, a muy poca distancia.

–¿Y este tipo quería comprar la casa? Pero si apenas lleva pasta en la cartera, el muy hijo de puta… A ver qué podemos hacer con las tarjetas; él ya no las va a bloquear…

Escuché alguna risa. Parecía haber, al menos, dos personas a mi diestra. Pero, justo desde el otro lado, hizo acto de presencia una mujer, joven, para situarse frente a mí.

–¡Ya tenemos despierto a nuestro posible comprador!

Las risas arreciaron. Reconocí la voz; la que hablaba era la misma persona con la que había charlado por teléfono, hacía unos minutos. Acercó su rostro al mío, sonriendo. No tenía aspecto de ser la propietaria de la mansión abandonada. Sencillamente no tenía aspecto de ser la propietaria de nada.

Era una joven de no más de treinta años, ojos grandes y mirada dura; piercing en nariz, labio, ceja y más lugares que no pude determinar. Su pelo era moreno, con flequillo recto y corto, rapados los laterales de la cabeza y rastas por detrás. Noté que me tocaba; su mano se deslizó desde mi cara, pasando suavemente por el cuello, pecho y abdomen, hacia la zona púbica. Su otra mano acercó un porro hasta sus labios, noté el calor del cigarro por la proximidad, apuró una intensa calada y soltó el humo suavemente sobre mi rostro. Las risitas volvieron a hacer acto de presencia.

–Venga, que no podemos perder más tiempo –intervino la voz masculina–. Ya nos ha visto. Haz la ceremonia y nos largamos de aquí.

La mujer que tenía enfrente, que seguía acariciándome, miró de manera áspera hacía el lugar de donde venía la voz, afeando el apremio, pero guardó silencio. Volvió sus oscuros ojos hacía mí y dulcificó su semblante. Dio otra calada y, de nuevo, exhaló el humo hacia mí, en esta ocasión acercándose aún más, hasta posar sus labios en los míos, de no mediar lo que, en ese momento, me pareció cinta americana, fuertemente pegada a mi boca. Tras unos interminables segundos, se apartó de mí, sin desviar nunca su mirada de la mía, sin dejar de sonreírme. Cesó en su manoseo y cogió algo que, de inmediato, puso frente a mi vista. Era un cúter.

Sacó la cuchilla lentamente, disfrutando mientras observaba el gesto de terror que se apoderó de mi semblante. No sé si por el frío o por el miedo, acaso por ambos, pero no pude contener un estremecimiento que recorrió todo mi cuerpo.

–Yo soy Laura, la señora de esta casa –me habló con una voz fría y firme– y debes pagar por tu atrevimiento.

Entonces, a un escaso palmo de mi cara, desvió su mirada hacia abajo. Yo no podía hablar, gritar; no podía moverme. El dolor de cabeza parecía haber agarrotado mi cuello y ni siquiera lograba girar la cabeza hacia un lado, para evitar su siniestra mirada.

–Ahora sí –miró, desafiante, hacia el hombre que había intervenido antes– es el momento de la ceremonia de los cinco cortes. Cinco, ni uno más… Quien pretende profanar esta nuestra casa, debe pagar con su vida.

Se apartó un instante y señaló con su mirada las palabras escritas en la pared, a brochazos, que en ese momento alcanzaron para mí una dimensión nueva y desalentadora. “VAIS A…” Para mayor desesperación, observé que lo que en un primer momento parecían tres puntos, realmente eran cinco, pero no redondos precisamente, sino ligeramente alargados, como rayitas… como cortes, ¡los cinco cortes!

Cómo explicar lo que sentía en aquella situación. Mi aturdida cabeza no podía asimilar con rapidez lo que se me venía encima. Tenía miedo, qué digo, estaba aterrado, como no pensaba que se podía llegar a estar. No recuerdo si intenté decir algo, si llegué a emitir algún sonido, si probé a moverme… El caso es que antes de darme cuenta, noté cómo la cuchilla entraba en mi pierna, en la parte superior del muslo, y comenzó a cortar, despacio y profundamente, en dirección a la rodilla, hasta llegar a ella. Noté en la piel el calor de la sangre, al brotar desde el abismal corte que partía en dos mi muslo derecho. Escuché “el primero”. Forcé el cuello y pude mirar hacia abajo, para ver mi pierna abierta en canal, manando sangre como una fuente. Sentí que me mareaba; la visión se nublaba y empezaba, de nuevo, a perder la consciencia.

A la sazón, noté cómo se clavaba de nuevo la cuchilla en mis carnes, mientras se oía “el segundo”, esta vez en la pierna izquierda, para repetir la misma operación. Corte hondo en el muslo, desde el inicio mismo hasta la rodilla. Volví a sentir el calor de la sangre mientras envolvía la pierna entera. El intenso dolor quedaba en un segundo plano, pensando que me iba a desangrar, si no acababan con mi vida antes. Era muy difícil ordenar las ideas en ese momento, pero una angustia vital se apoderó de mí y acepté que estaba a punto de morir. Pensé en mis hijos, en mi esposa, en mi madre… Todo se terminaba para mí, no volvería a verlos.

Cuando escuché “el tercero”, la afilada hoja metálica ya había entrado en mi hombro derecho y seccionaba, poco a poco, todo cuanto se encontraba en su camino, hasta el codo. Un nuevo río de sangre fluía hacia mi mano y regaba aún más el suelo del lúgubre lugar en que se había convertido el garaje que, unas horas antes, había visitado. Cuanto me rodeaba se tornó nebuloso; la realidad empezaba a jugar con la imaginación y los más terribles pensamientos. Tal vez ya sólo esperaba que aquello terminara cuanto antes.

Un bofetón en la cara me sacó del ensimismamiento e inconsciencia. Volví a ver pegado a mí el rostro de la que se hizo llamar Laura, la presunta señora de la casa. Su sonrisa ahora se había transformado en una especie de mueca maléfica.

–No te vayas a desmayar ahora, que aún quedan dos y no te los puedes perder.

Se oyó de nuevo la voz masculina cerca de mí.

–Esta vez el fantasma de la mansión se está pasando de sangriento… ¿No dicen que usa un bastón de señorito para atizar a los invasores? Pues me da que no va a colar…

Se volvieron a escuchar risas.

–Venga, que el cuarto va a ser rápido, ánimo –aquellos ojos oscuros, como la muerte, parecían fuera de sí.

Noté cómo la cuchilla, esta vez, a diferencia de las anteriores, surcó mi brazo izquierdo de manera brusca y violenta. Fue la incisión que más dolió de todas. Creo que debió rasgar hasta la superficie del hueso. No pude contener una especie de gemido, que murió en la cinta americana que amordazaba mi boca.

Sin darme tiempo apenas a reaccionar al brutal tajo…

–¡Y por fin, el quinto!

Parecía querer acabar con aquello cuanto antes. Un tono triunfalista y grotescamente épico se dejó advertir en sus palabras.

Sentí que la punta de acero penetraba en mi cuello y, súbitamente, saltó por los aires. Escuché un fuerte golpe, justo delante de mí, donde se encontraba mi verdugo, que desapareció en el acto, a la par que emitía un desagradable sonido gutural. La luz de las velas, que iluminaba la pared situada frente a mí, se vio sesgada por una sombra. La sombra de una figura humana, que cruzó delante de a mí y desapareció en el acto. Allí se escuchó mucho alboroto; golpes, gritos y carreras parecían volatilizarse en mi mente, que ya no distinguía si estaba viviendo realmente aquello, si lo soñaba o simplemente me estaba muriendo…

 

Cuando desperté, me encontraba en una cama de hospital. No había sido un sueño, la cabeza me seguía doliendo. Mi esposa estaba a mi lado y se aproximó para besarme, mientras dejaba escapar discretamente unas lágrimas de alivio.

–¿Y los niños? –pregunté.

–Están fuera, esperando. ¿Y tú, qué tal estás?

–Bien –contesté sin pensar–, estoy vivo.

–Te has dado un buen golpe en la cabeza, pero no hay fracturas ni derrames…

–¿He perdido mucha sangre? –interrumpí.

Mi esposa me miró extrañada.

–¿Sangre? Tienes la cabeza dura –sonrió–, ni una brecha. En estos casos dicen que es mejor sangrar, para evitar coágulos internos y…

–Me refiero a las piernas –volví a interrumpir–, los brazos, el cuello…

La expresión de mi mujer dejaba claro que no entendía lo que yo intentaba decir. Entonces, a pesar del agarrotamiento del cuello, me incorporé para apartar la sábana y dejar al descubierto mi cuerpo, ver mis piernas y brazos, mientras tocaba con mis dedos la zona del cuello donde había sentido cómo penetraba la cuchilla del cúter… pero allí no había nada. Mis piernas y brazos se mostraban incólumes. ¡Ni un arañazo! No podía ser, pensé, era imposible…

–¿Qué te pasa, cariño? –Su semblante ahora era preocupado.

–Me hicieron unos cortes profundos –señalaba mis dos muslos y los brazos, incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo–, me estaba desangrando… ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?

Mi esposa intentó calmarme, posando su mano sobre mi hombro, a la vez que me volvía a cubrir con la sábana.

–Nadie te ha hecho nada. Al parecer te caíste desde lo alto de una escalera de la casa abandonada esa que te gusta tanto… Ya me contarás qué hacías ahí subido. Te encontraron unos vecinos, que sacaban a su perro por esa zona… Suerte has tenido, que ya era de noche. Llamaron a una ambulancia y te trajeron aquí; me localizaron con tu móvil y llevarás dormido un par de horas. Ya son más de las doce. Vaya susto nos has dado. Ahora tienes que descansar.

No daba crédito a lo que estaba escuchando. A punto estuve de porfiar y negar todo cuanto me estaba contando, pero lo cierto es que no tenía señal alguna de haber sufrido las graves heridas que estaba convencido haber visto cómo me las infligían… Recordaba perfectamente el dolor provocado por los cortes, especialmente el último; el calor de la sangre en mi fría piel desnuda; la visión de mi pierna abierta en canal; mis manos y pies atados a la silla de plástico, el quinto y último corte frustrado por lo que parecía una sombra…

–Van a entrar los niños para verte y nos volvemos al apartamento. Nos han dicho que esta noche tú debes quedarte aquí, en observación, pero te han mirado bien y dicen que no hay nada grave, sólo un fuerte golpe. Mañana te darán el alta; vendremos a por ti a primera hora.

Besé y abracé a mis hijos como no recordaba haberlo hecho antes. Había imaginado que no los volvería a ver y eso seguramente resultó lo más duro de asimilar. Todo parecía ser fruto de mi imaginación, tal vez una alucinación provocada por el golpe en la cabeza… Pero lo sentí tan real cuando creía estar muriéndome… Y, por otro lado, en ningún momento tuve intención de subir esas escaleras… Yo acudí al lugar porque había hablado por teléfono con una mujer, que me iba a explicar las condiciones para adquirir la propiedad de la casa…

Ya me había quedado solo en la habitación. Necesitaba descansar y, sobre todo, algo que lograra sosegarme, para poder poner fin a esos terroríficos recuerdos que, aunque la realidad me decía otra cosa, no dejaban de atormentarme. Me iban a traer un relajante muscular, que me ayudaría a dormir.

Se abrió la puerta y entró la enfermera, con un vaso de agua en la mano.

–Con esto vas a descansar de maravilla –dijo, mientras preparaba el medicamento en cuestión, de espaldas a mí, a un par de metros de la cama–. Te vas a quedar dormido en menos de cinco minutos…

Entonces me fijé en su peinado, un tanto extraño para una enfermera. Rastas por la parte de atrás y rapado por los lados… Al darse la vuelta vi ese flequillo característico y, al acercarse más, esos ojos de mirada asesina, los piercings… ¡Era ella!

–… O, mejor aún –añadió, mirándome fijamente, mientras mostraba un cúter en su mano–, en menos de cinco… cortes.

 

 

 

Fin

 

Una historia de Antonio Torres,

en Azuqueca de Henares, a 13 de junio de 2022

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