lunes, 10 de febrero de 2020

Lady Almu


Érase una vez, en un lugar muy muy cercano, una chiquilla que soñaba con ser princesa.

Los que la rodeaban, aunque la quisieran con toda su alma, no daban un duro por que la muchacha llegara a cumplir su sueño algún día. Seamos francos, no todos podemos llegar a ser príncipes o princesas, y las circunstancias que rodeaban a la joven en cuestión, no facilitaban mucho las cosas.

Pero la niña, terca y voluntariosa como ella sola, decidió que los sueños se pueden lograr y que la magia existe de verdad. Entonces, para asombro de allegados y extraños, empezó a sortear barreras, una detrás de otra. Lo cierto es que para los que ya la iban conociendo, el asombro no era tal, ya que la jovencita prometía maneras y no parecía estar muy dispuesta a conformarse con el destino designado de antemano para ella.

Con mucho tesón y valentía (mucha, pero que mucha valentía, casi tozudez), comenzó a ir cumpliendo sus sueños y a la par que lo conseguía, iba haciéndose un hueco en el corazón de todo aquel que la rodeaba, por su descomunal coraje, ganas de vivir y disfrutar con los demás y, sobre todo, por ese irrefrenable afán de no echarse nunca para atrás.

A base de empeño y de una bravura inversamente proporcional al tamaño de su pequeño cuerpo, logró metas que nadie (que no la conociera, claro) hubiera imaginado nunca. De esta manera, la muchacha, que por cierto aún no había dicho que se llamaba Almudena (Almu para los amigos), empezó a convertirse en lo que desde pequeña deseaba ser y encontró a su príncipe y se casó con él en el palacio mejor del reino. Ni los más ancianos del lugar recuerdan una boda igual. El glamur, la elegancia y, sobre todo, la felicidad, se desbordaron a raudales en tan memorable cita.

Almu había logrado ser princesa en aquel reino muy muy cercano. Porque quiso y porque nunca se rindió. Porque lo merecía como nadie. Porque la magia existe… Soñó con ser algún día princesa y lo consiguió. Muchos son los que sueñan con ello, pero pocos son los que lo consiguen.

Y para ser felices y comer… (ya se sabe a lo que obliga la tradicional rima, pero en estos tiempos cada cuál es libre de buscar la felicidad comiendo lo que le venga en gana) la princesa Almu y su príncipe, llamado Fermín, se fueron a vivir a un castillo, desde cuyas almenas, se podía disfrutar de los más bellos amaneceres del reino y las lunas más brillantes y espectaculares. Allí organizaría las mejores fiestas que se podían ver en el reino, para deleite de los invitados. Pocas cosas resultaban más apasionantes para la princesa que sorprender a los demás con detalles de buen gusto y refinado glamur.

Muy pocos saben sacar provecho de la vida como nuestra jovencita que llegó a ser princesa, pero el destino, a veces injusto como la vida misma, le tenía reservada una cruel sorpresa.

Como si los ángeles del cielo le hubieran tenido envidia, igual que a la hermosa Annabel Lee en el poema del gran Edgar Allan Poe, un viento partió de una oscura nube una fría noche de diciembre, para helar el corazón de nuestra princesa y poner fin a este cuento…

Los lugareños del reino muy muy cercano lloramos la pérdida de tan querida princesa. Pero siempre quedarán en nuestro corazón su sonrisa, su copa de vino y su muleta…   

 

Un cuento de Antonio Torres

En memoria de mi querida amiga Almu.

Azuqueca de Henares, a 10 de febrero de 2020.




 

jueves, 6 de febrero de 2020

Un día especial


 

Otro día más, de camino a Madrid. La misma rutina de siempre, madrugando sin tregua para trabajar. Línea C2 de Cercanías, aún de noche.

Como cada mañana, se ven las mismas caras, con alguna ausencia y alguna novedad. Es lo de todos los días.

Esa parejita de hermanos (deben serlo porque se parecen muchísimo), que van al colegio fuera de su ciudad. Mochilas cargadas de libros y caras alegres y sonrientes, mucho más que la mayoría de las que se ven en el andén a esas horas tempranas. El niño aún viste uniforme, pero ella parece orgullosa de no tener que llevarlo ya (lo llevaba hasta el año pasado) porque es mayor, al menos más que su hermano. Habrá empezado la ESO y, a pesar de seguir siendo una niña, parece verse a sí misma como una mujercita que ya no tiene que llevar el uniforme de los pequeños, que cuida de su hermanito y que tiene teléfono móvil, que no para de mirar, entre risas, disfrutando de esa preadolescencia de color de rosa.

Ahí está la rubia teñida que no deja de hablar, como todos los días, a la señora morena, alta, de origen rumano, que no hace otra cosa que escucharla, asentir con la cabeza y, de vez en cuando, hacer algún breve comentario. La rubia parece estar siempre indignada con algo. Últimamente se ensaña de manera especial con el que ha sido su esposo hasta hace poco. Su ex, como ella lo nombra, tal vez para no mencionar siquiera su nombre, no para de hacer todo lo posible para fastidiarla y hacerla infeliz, según dice. Aunque la verdad es que la rubia nunca ha parecido ser feliz. Siempre se muestra malhumorada; nunca la he visto sonreír. Y yo me pregunto, ¿cómo fue tan tonta para casarse con un hombre que resulta que es tan malvado y tan gilipollas?

Llevo unos días sin ver a un señor muy alto, con gran barriga y con mochila al hombro. Pelo muy negro, peinado hacia atrás y gesto adusto. Solía charlar, con su grave vozarrón, en el andén, con un hombre de rasgos sudamericanos, mucho más bajo que él. Conversaciones triviales, pero amables, sobre el tiempo, la rutina del trabajo o los políticos… Pero ya hace un tiempo que no lo veo. Supongo que habrá cambiado de trabajo, a otro mejor, en el que pueda ir en coche o andando. Sí, debe ser eso, un nuevo trabajo cerca de casa. Por eso ya no tiene que coger el tren…

Aquí llega el calvito con gafas que siempre intenta sentarse en el mismo sitio todos los días. No siempre lo logra, ya que sube en la segunda estación. Va solo y no habla con nadie, acaso un gracias o un perdón al entrar o salir de su asiento, entre los demás pasajeros. Ya nadie habla con nadie. Antes, hace tiempo, se saludaba a todo el mundo. Se entablaba conversación con los desconocidos que se sentaran enfrente, hasta que se bajaran en su estación de destino. Pero de eso ya hace tanto… Ahora cada uno va a lo suyo, inmerso en sus pensamientos, sus problemas, su libro o su móvil. El señor calvo con gafas es un pasajero como tantos otros calvos con gafas. Uno más entre un millón; tan normal como cualquiera de los demás viajeros; tan especial como el más especial de ellos, quién sabe si más. Su semblante serio a veces se ve interrumpido con alguna sonrisa que ilumina su rostro y le hace parecer otra persona distinta, supongo que por algo que escucha en la radio o lee en su libro… o tal vez algo que imagina su mente y le provoca esa expresión o le trae a la memoria algún grato recuerdo. A mí me parece que ese hombre suele estar en un mundo diferente al que encierran las paredes del vagón cada mañana. Le gusta mirar por la ventana para observar el cielo cuando empiezan a despuntar los primeros rayos de luz, especialmente si los amaneceres son rojizos y desgarrados, poniendo una nota de color al paisaje gris y feo de las zonas industriales del recorrido.

Otra que siempre se sienta en el mismo lugar, del mismo vagón, es la señora que suele ir vestida de chándal. Sube al tren en la primera estación y no hay quien le quite el sitio. Tiene esa edad que hace dudar entre llamarla chica o señora… Suele llevar el pelo desarreglado y la cara, poco expresiva, ni guapa ni fea, siempre sin maquillar. Nunca he escuchado su voz. Para mí que es maestra de gimnasia, o educación física, como dicen ahora…    

No muy lejos de allí, el tipo que siempre va durmiendo. Es un profesional. Se cala hasta la nariz un gorro de lana, sea invierno o verano, y ale, a continuar con la relajante actividad que ha tenido que interrumpir un momento antes. No parece tener problema alguno en conciliar el sueño. Es sentarse, acomodarse, colocarse el gorrito, cabeza apoyada en el cristal de la ventana y a dormir, boca abierta incluida y babilla resbalando mentón abajo las más de las veces. También algún que otro ronquido de vez en cuando, pero nada le hace interrumpir su cabezada. Eso sí, justo antes de llegar a Atocha, el tío se despierta, como un reloj. Nunca he llegado a escuchar la alarma, pero sospecho que ese es el secreto de que nunca duerma más de la cuenta y se pase de estación…

 

Y así decenas, cientos, miles de viajeros, de acompañantes, de compañeros, de amigos. Cada uno de todos ellos van subiendo y bajando en las diferentes estaciones del trayecto. Sólo unos pocos llegamos hasta el final del recorrido. Parece un día más, pero no lo es. Es un día especial, al menos para mí. Hoy es mi último día de trabajo. Mañana no volveré a ver las caras que veo todos los días; no voy a escuchar las distintas conversaciones, ni soportar los apretones, discusiones, pisotones… Los echaré de menos a todos para siempre, pero nadie me echará en falta a mí. Otro mejor que yo hará mi trabajo a partir de mañana. Otro más nuevo, más limpio, con los cristales sin rayar. Otro que no tendrá averías tan a menudo… Un nuevo tren se encargará de llevar a su destino a todos mis amigos de tanto tiempo. Nadie se acordará ya del viejo cercanías que durante tantos años los llevó y los trajo, con sus grafitis, sus asientos sucios de tanto poner los pies, sus achaques, más numerosos de lo deseado en los últimos tiempos, pero con tanta vida dentro. Desde mañana quedaré vacío y solo. Prefiero no pensar cuál será mi destino. Tal vez, si tengo suerte, me oxidaré en silencio en un hangar, parado para siempre…     

 

 

 

 

 

Un relato de Antonio Torres.

 

 

 

Azuqueca de Henares, a 05 de febrero de 2020.