La noche más oscura
Una densa
calma dominaba aquella noche cerrada y brumosa. Unos pasos silenciosos, y acaso
titubeantes, dirigían a un hombre que parecía deambular en la calle desierta, a
altas horas de la madrugada.
Detuvo
su marcha frente al número veintiuno y elevó la mirada hacia la fachada de la
casa que tenía frente a él, de dos plantas y sin luces encendidas. Era su
hogar, por fin había llegado. Una especie de impostada sonrisa se esbozó en su
rostro, pálido y confuso. Intentó colocar, sin éxito, un mechón de su flequillo
que caía sobre sus ojos y se dispuso a entrar. Muro de piedra y puerta de
hierro forjado, por la que se accedía al patio anterior de la vivienda. Un
bonito y cuidado arco de hiedra enmarcaba las puntas de lanza que coronaban la obra
maestra de artesanía del metal que era aquella espectacular puerta. No
encontraba las llaves y tuvo que registrar todos los bolsillos de su ropa.
El
potente ladrido de un perro rompió el silencio de la noche. Entonces comenzó a
llover con cierta intensidad, algo que no pareció inmutar al hombre, que
continuó con su ritmo quedo y vacilante, casi a cámara lenta. Una vez entró en
el patio, cesaron los ladridos. “Otto me ha reconocido”, pensó. Tan sólo la
tenue luz de una farola lejana iluminaba el camino del hombre, que ya subía,
con paso indeciso, los escalones de la entrada. Era muy tarde, intentaría no
hacer ruido. Todo estaba muy oscuro y él se sentía confuso.
Ya en
el interior de la vivienda, en el recibidor, se dio cuenta de que no había
limpiado sus pies en el felpudo, cosa que siempre hacía con mecánica meticulosidad,
especialmente cuando llovía, y en aquel lugar era muy a menudo. Iba a poner
todo perdido de agua, se lamentó. Estaba empapado.
No
encendió ninguna luz. Primero entró en la cocina, luego en el salón y por
último en el despacho. Parecía ir sin rumbo fijo; una vez accedía a cada
habitación, echaba un vistazo a su alrededor y salía. Volvió a escucharse el
ladrido del perro, desde el semisótano de la casa, pero esta vez parecía más
una llamada para jugar que un aviso desafiante. “Ahora no, Otto —dijo el hombre
en voz baja—, vas a despertar a todo el mundo”.
Volvió
al vestíbulo e inició la subida por las escaleras que llevaban a la planta
superior, donde se encontraban los dormitorios. “Quince, dieciséis y
diecisiete”. A menudo contaba de manera inconsciente los escalones cuando subía
a la planta superior. Entró en la primera habitación que se abría a su derecha.
La persiana de la ventana estaba subida, pero apenas entraba luz suficiente
para apreciar una abundante melena pelirroja, desordenadamente extendida sobre
la almohada de la cama. Se acercó hasta la altura del cabecero y extendió la
mano hasta acariciar suavemente la exuberante cabellera de su hija,
plácidamente dormida. “Carla, mi amor. Estás preciosa hasta cuando duermes”. Se
inclinó sobre el cuerpo yacente y besó su frente de manera cariñosa.
Avanzó
por el distribuidor hasta la siguiente habitación. La puerta estaba cerrada. La
abrió cuidándose de no hacer ruido. La oscuridad era absoluta. “Qué raro —pensó
el hombre—, a Santi también le gusta dormir con la persiana subida, como a su
hermana mayor”. Se sentó en el borde de la cama y tentó con sus manos entre las
sábanas. “¿Dónde está mi niño?” Tras unos segundos que le parecieron eternos,
descubrió que no había nadie en la cama. Una profunda desazón se apoderó de
manera súbita del hombre. Una sensación aterradora inundó su mente. No sabía
por qué, pero un punzante dolor atravesaba su corazón. De pronto, un vago
recuerdo afloró en su mente y quería gritar, salir corriendo de allí… Apretó
las manos sobre su cabeza mientras hincaba las rodillas en la alfombra del
suelo. Intentó volver a la calma. No quería hacer ruido; no debía despertar a
nadie.
Salió
de allí y se dirigió a su dormitorio. “Ya es muy tarde, necesito descansar”. Su
esposa dormía profundamente, aunque la respiración parecía un tanto acelerada.
Se acostó junto a ella y acarició su mejilla, para intentar tranquilizarla. “Ya
estoy aquí, cariño —le dijo el hombre a la mujer que tenía junto a él—. No he
podido traer a Santi. A ver si mañana…” Y se durmió junto a ella.
Entonces
la mujer despertó, sobresaltaba y cubierta de sudor. Se levantó de la cama y
acudió a la habitación de Carla, su hija mayor.
—¿Qué te pasa, mamá?
—He tenido un sueño…
—¿Otra vez con papá? —interrumpió
la adolescente.
—Sí, pero esta vez parecía que
estaba aquí. He sentido que se acostaba en la cama… Hasta he notado cómo se
hundía el colchón junto a mí… ¡Estaba a mi lado!
La mujer no pudo reprimir las lágrimas
y tomó a su hija por los hombros.
—Carla: ¡Me ha tocado la cara!
La muchacha abrazó a su madre
y también lloró.
—¿Y Santi, aparecía también en
el sueño?
—No, Santi no estaba. Tu padre
me ha dicho que no había podido traerlo… —la mujer rompió de nuevo a llorar,
desconsolada— Como si aún siguiera buscándolo.
Madre e hija permanecieron un
rato abrazadas, en silencio.
—Papá hizo todo lo que pudo —Carla
intentaba consolar a su madre—. Si no se hubiera arrojado al mar a por Santi,
ahora estaría aquí, pero lo intentó todo, hasta lo imposible…
—Sí, cariño —los ojos de la
mujer, inundados en lágrimas y la voz aún temblorosa—, y creo que no va a
descansar hasta que lo encuentre. Ahora vamos a intentar dormir.
Fin
Una
historia de Antonio Torres.
En
Azuqueca de Henares, a 21 de agosto de 2023
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