Había
estado recogiendo unas rosas de mi jardín. A pesar de lo avanzado de estas fechas,
siempre había alguna para llevar a la lápida de mi padre, como todos los años.
Él, durante toda su vida, había cuidado invariablemente la tradición de llevar
flores a las tumbas de sus seres queridos que ya no estaban con nosotros, en el
día de todos los Santos. Y yo intentaba mantener en su memoria lo que siempre
hizo por los demás.
El
día era frío y plomizo. Un apacible céfiro había tornado en un molesto viento,
que amenazaba con desbaratar el trabajo de cuantos se habían acercado, en tan
señalada fecha, a engalanar las moradas de sus difuntos. El cementerio lucía
sus mejores galas, con flores en todas las tumbas y esa luz tenue de otoño, tan
melancólica como sugerente, ponía la nota nostálgica a la víspera de un día
marcado en el calendario para recordar a nuestros muertos.
Ya
había poca gente; casi todos se habían marchado. El cielo amenazaba lluvia y
apenas quedaban unos minutos para el inicio del crepúsculo. Advertí cómo unas
incipientes gotas comenzaban a mojar el oscuro mármol de la lápida de mi padre.
Me incorporé para apreciar cómo quedaba el jarrón, con el escudo de su equipo
de fútbol y las rosas, rojas, como a él le gustaban, junto a su nombre, grabado
sobre la fría piedra.
Entonces
noté cómo empezaban a verse borrosas las letras. Sentí una especie de mareo, de
vértigo. Por un instante lo achaqué a mi habitual baja tensión, tras alzarme repentinamente,
después de haber estado un rato agachado. Pero no. El aturdimiento iba en
aumento. No sólo parecían cambiarse las letras, unas por otras, sino que
observé cómo me alejaba de allí poco a poco, como si ascendiera unos metros
sobre la escena. No entendía nada; mi mente estaba confusa.
De
pronto, observé que a los pies de la tumba, en la que yo me encontraba hacía
unos segundos, había dos hombres. Intenté enfocar mi nublada vista hasta que
logré reconocerlos a ambos. Eran mis hijos, pero mucho más mayores de lo que
los recordaba… A pesar de la distancia, en mi retina se reprodujeron con una
claridad meridiana las letras de la lápida. Aquel no era el nombre de mi padre,
sino el mío…
Una historia de Antonio Torres
30 de noviembre de 2021