Todo comenzó un caluroso día de
verano, hace ya unos cuantos años. El perro estaba especialmente raro cuando
llegué al huerto. Daba vueltas sobre sí mismo, cosa que no solía hacer
normalmente y ladraba más de la cuenta. En un primer momento no le di
importancia y me puse manos a la obra con lo que más prisa me corría, que era
regar las tomateras. Con ese calor, dos días seguidos sin riego podrían
resultar fatales para esta suculenta variedad, que no sabemos muy bien si es
fruta, verdura u hortaliza, o acaso las tres cosas a la vez.
Procedí, como siempre, a poner en
marcha la bomba del motocultor, situado al final de una rampa descendente,
junto al pozo. Inmediatamente fui hasta el final del conjunto de tuberías, para
comprobar que el agua saliera y así poder conducirla hasta los surcos donde las
tomateras esperaban ansiosas su baño alimenticio. Pero el agua no hizo acto de
presencia. Esperé unos segundos más, pero nada. No era normal, así que corrí
hacia el motor, que sonaba de manera extraña, para detener su funcionamiento y
evitar averías. El perro seguía mostrándose muy nervioso y ladraba sin parar,
aunque allí, en la parcela, sólo estábamos él y yo…
Efectivamente, tal y como había
sospechado, la bomba estaba descargada. No era habitual que esto ocurriera,
pero no le di más vueltas e intenté solucionarlo de forma inmediata. Comencé a
echar agua por la boca de la bomba, pero no se cargaba. Lo intenté con varios
cubos de agua, pero nada… Empecé a preocuparme. ¿Por qué no se llenaba la
bomba? Entonces volví a subir la rampa, sudando por el sofocante calor y por
tanta carrera de un lado para otro, y levanté la cubierta metálica del pozo,
cosa que no hacía desde tiempos inmemoriales. Ya no recordaba el peso de
aquella chapa que había puesto mi padre muchos años atrás, cuando compró la
parcela y su primer propósito fue asegurar que nadie pudiera caer en aquel
enorme y profundo agujero, construyendo un pretil y ajustando al brocal una
pesada y sólida tapadera de hierro.
Aparté con el astil de la azada una
espesa madeja de telarañas, para poder mirar hacia abajo, en la oscuridad de la
gran abertura. En ese momento no reparé en un detalle de cierta relevancia, o si
lo hice no le quise dar mayor importancia, puesto que mi prioridad era otra. La
pesada chapa que cubría el pozo tenía forma circular, de casi dos metros de
diámetro, y estaba compuesta por dos mitades, semicirculares, que se abrían a
modo de trampillas, gracias a unas bisagras centrales, para facilitar la
apertura de sendos portones. Pues bien, al levantar una de las dos mitades de
la tapadera del pozo, se podía observar que la tupida capa de telarañas no
cubría toda la superficie del brocal, sino que había un hueco o agujero en la
misma, como si alguien antes que yo la hubiese roto o atravesado…
Pues bien, una vez apartadas las
telarañas, no se podía apreciar el típico reflejo en la superficie del agua; ni
veía mi silueta reflejada, ni el cielo azul de fondo. ¡No había agua! Quedé tan
extrañado que apenas si alcancé a reaccionar. Me agaché hacia el brocal e
intenté forzar mi visión y tan sólo pude vislumbrar los anillos más profundos, envueltos
por la oscuridad. El perro no paraba de ladrar…
Nunca antes había ocurrido que el
pozo se quedara sin agua. En los años de menos lluvias, se apreciaba un ligero descenso
en el nivel, pero nunca se había secado. ¿Qué habría sucedido? ¿Qué podía
hacer? ¿Cómo iba a regar las plantas del huerto? Entre la contrariedad por esta
nueva situación, en la que de pronto me encontraba, y el pertinaz ladrido de
Aslan, que así se llamaba el perro, empecé a sentirme bloqueado y un tanto irritado.
“¡Cállate!”, grité al molesto can.
Pero no sirvió de nada.
Solté la pesada tapadera y ésta se
desplomó contra el borde de ladrillo, causando un desagradable estruendo.
Estaba cabreado y me fui hacia donde se encontraba el animal; una amplia
perrera de malla metálica, construida a conciencia por mi padre, con mi ayuda,
hacía ya muchos años, cuando llevamos nuestros primeros perros a la parcela.
“¡Cállate, coño!”, volví a vociferar,
como si empleando la fea palabra el perro me fuera a hacer más caso que antes,
pero el resultado fue el mismo. Tan sólo cuando me planté frente a la puerta de
su recinto vallado se tranquilizó un poco. La abrí para que saliera y, ante mi
sorpresa, la abandonó a un paso tranquilo, casi cachazudo. No salió disparado,
corriendo a lo loco, como hacía siempre, lo que me resultó muy extraño, pero, al
menos, dejó de ladrar.
En lugar de ir de un lado para el
otro de la finca, olisqueando y cubriendo sus necesidades fisiológicas, se
colocó frente a mí y se quedó inmóvil, mirándome fijamente a los ojos. Yo quedé
perplejo por este inusual comportamiento. Nunca antes había actuado de esta
forma. No era normal. Por un momento, incluso llegué a olvidar el problema del
pozo seco.
Allí estaba Aslan, mi perro de raza
mastín español, quieto delante de mí, mirándome como si estuviera a punto de
decirme algo. Aquel enorme cabezota normalmente no me hacía ni caso hasta que
no me veía con la lata de su comida en la mano. Lo usual era que se fuera por
la parcela, a su aire, correteando y husmeando todo, levantando la pata y
marcando su terreno hasta que su vejiga decía basta. En fin, un perro autónomo,
que no está pendiente de su dueño y va a lo suyo. Pues ahora estaba sentado
frente a mí, observándome como nunca antes lo había hecho. Me miraba a los ojos
como lo hace una persona, no un animal…
Yo estaba paralizado por la extraña situación,
casi con miedo, hasta que empecé a sentirme indispuesto. De pronto, un tremendo
dolor de cabeza se apoderó de mí. Me mareaba y comencé a tambalearme hasta que
perdí la consciencia y caí a plomo en el suelo. Todo se hizo oscuridad. Como si
de una ensoñación se tratara, acudían a mi cabeza extrañas imágenes y sonidos.
Sentía como si alguien o algo quisiera comunicarse conmigo, pero de una forma
ininteligible para mí. La cabeza parecía que me iba a estallar. Imágenes de
figuras extrañas se mezclaban con la de mi perro, de manera inconexa y sin
sentido. Me gritaban cosas que no entendía, pero no advertía intenciones dañinas.
Más bien parecían implorar mi ayuda, de forma desesperada, pero no podía
entender sus mensajes, o lo que diablos fuera aquello; una especie de mezcolanza
entre voces extrañas y ladridos...
Por fin desperté, abrí los ojos y vi
que estaba tendido en el suelo, con la cara pegada a la tierra. Todo parecía
estar en calma y la cabeza apenas me dolía ya. Lo primero que pensé fue que
habría sufrido un síncope, tal vez provocado por el calor, y que había tenido
alucinaciones mientras estaba inconsciente. Ya todo había pasado, me encontraba
mejor. Con cierto esfuerzo logré incorporarme, pero lo que encontré ante mí
provocó un nuevo sobresalto. Al parecer no se trataba de desvaríos, sino que
todo estaba igual que antes de perder el sentido.
Del susto casi me vuelvo a caer
contra el suelo. Aslan, mi perro, seguía sentado en el mismo lugar donde
recordaba haberlo visto por última vez, antes del desmayo. Mirándome. Y yo que
pensaba que todo había sido una especie de pesadilla… Pues estaba equivocado.
El animal seguía manteniendo aquella actitud que no parecía propia de un perro,
no al menos del mío. Empecé a tener miedo. Me arrastré hacia atrás, hasta
encontrar la pared del almacén, donde se guardaban aperos de labranza y demás
trastos viejos. Apoyándome en la tapia de la caseta, logré ponerme en pie,
junto a la puerta. Aslan me siguió y volvió a pararse frente a mí. Nunca mi
perro me había dado motivos para tenerle miedo, pero ahora lo tenía, a pesar de
que su actitud no era agresiva; todo lo contrario, jamás lo había visto tan apacible
y atento hacia mi persona. No era temor hacia mi perro, sino recelo de una
situación que parecía irreal, sacada de alguna película de suspense o terror.
De manera instintiva cogí un gran azadón, que tenía junto a la puerta y lo
coloqué a mi lado, para tenerlo a mano si la situación lo requería. El perro
desvió su mirada hacia la herramienta en cuestión y, tras observarla unos
segundos, volvió a mirarme a los ojos.
No sabía qué hacer, estaba paralizado.
Entonces se me ocurrió ponerme a andar, a ver qué pasaba. Tomé el azadón y
comencé a caminar, alejándome de la caseta, sin mirar atrás. Avancé unos veinte
metros y di media vuelta. El mastín me había seguido con la mirada, sin perder
detalle, pero no se había movido. Entonces lo llamé.
—¡Aslan, ven, vamos!
También acompañé con el gesto típico de
mano para llamar a alguien. Y el perro vino a mí inmediatamente, con su trote
característico de siempre, movimiento de cola incluido. Lo acaricié en la zona
de la papada y no reaccionó de manera extraña, mientras se volvía a sentar
frente a mí. Miré a mi alrededor y cogí del suelo un palo, lo lancé todo lo
lejos que pude, para ver qué hacía mi perro.
—¡Aslan, busca!
Lo normal es que hubiera salido
corriendo, con su trote desgarbado y potente a la vez, para coger el palo que
yo había lanzado. Aunque rara vez me lo traía de vuelta, eso no viene al caso
ahora… Pero no. No se movió de su sitio. Se limitó a seguir con la mirada el
trayecto del improvisado proyectil, hasta que se perdió entre la hierba al
caer. Y de nuevo volvió a mirarme a mí.
—¡Vamos, busca! —insistí sin éxito.
Lo que ocurrió a continuación, aunque
ya han pasado muchos años, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Fue algo que
se podría calificar como terrorífico y fascinante a la vez. Júdguenlo ustedes.
Volví a notar el dolor de cabeza que
ya antes había sentido y empecé a escuchar voces en mi cabeza, extrañas e
ininteligibles al principio, pero poco a poco se fueron haciendo claras y
precisas. Me apoyé en el astil del azadón, para no caer de nuevo, porque mis
piernas empezaron a temblar. Volvía a sentirme mareado y, sobre todo, aterrado,
cuando escuche en mi cabeza una voz, profunda y cavernosa que me decía algo
parecido a esto: “No soy lo que parezco. Controlo este cuerpo, pero no soy lo
que parezco”.
La voz repetía muchas veces las
mismas frases, expresadas de formas diferentes, como si buscara la mejor manera
de hacerse entender. Sólo se escuchaba en mi dolorida cabeza, no era emitida
por nadie a mi alrededor. Pero empecé a tener claro el origen de la misma, por
descabellado que pudiera resultar. ¡Era mi perro el que me estaba hablando con
la mente!
Los grandes belfos de Aslan no se
movían; él no pronunciaba las palabras con su boca, sino que estaba comunicándose
conmigo a través de una especie de telepatía, por medio de la mente. Una vez
inició su monólogo, no paraba de transmitirme ideas y frases, no siempre bien
construidas desde un punto de vista gramatical, pero al ser repetidas varias
veces, de maneras distintas, lograba entender su significado.
La traducción de lo que llegaba a mi cabeza
podría ser expresada como expongo a continuación: “Siento causarte daño, dolor.
No soy esto que ves, soy otra cosa. Otro ser que controla a este. Necesitaba un
cuerpo material de aquí; un cuerpo de este mundo. Vengo de otro sitio, de muy
abajo. Un sitio profundo, oscuro. No me gusta este cuerpo, me equivoqué. Ya no
puedo cambiar, necesito ayuda. Es un cuerpo fuerte, pero no me sirve. Ahora
comprendo que me equivoqué. Tú eres mejor, me equivoqué. Necesito ayuda…”
Al escuchar esto último, me aparté
del animal, sin soltar la azada. Me estaba diciendo que me tenía que haber
elegido a mí en vez de a mi perro. No podía controlar el temblor de mis
piernas. Aquello no podía estar sucediendo, sencillamente era imposible. Esas
cosas no pasan, ¡no pueden pasar! A duras penas intentaba aclarar mis ideas; el
dolor de cabeza, la ingente cantidad de mensajes que no paraba de recibir… ¿Acaso
me estaba trastornando o tal vez ya era un loco de atar?
Entonces hice gestos con las manos para
que cesara de hablarme.
—¡Para, para, por favor! ¡Stop!
El perro, o lo que fuera aquello
que parecía mi mastín, pero no se comportaba como si lo fuera, me hizo caso y
se hizo el silencio en mi cabeza.
—¿Entiendes lo que te digo? Si me
entiendes, dame la pata.
Me incliné y extendí mi mano (la que
tenía libre, ya que el azadón no lo soltaba ni a tiros) hacia Aslan, esperando
su pata, como tantas otras veces. Era de las pocas cosas que había logrado
enseñar a ese cabezota perruno. Y así me quedé, mientras escuchaba un “sí, te
entiendo”. Por supuesto no me ofreció su pata. Recogí la mano, sintiéndome un
tanto ridículo. Creo que hasta llegué a sonreír por la situación tan absurda.
—¿De dónde vienes? ¿Cómo te llamas? —se
me ocurrió preguntar.
“Abajo, vengo de muy abajo. Un sitio
profundo”, escuché en mi cabeza.
Entonces el perro se dirigió,
parsimonioso, hacia el pozo y se sentó junto al brocal. Y me miró.
—¿Vienes del pozo? —pregunté.
“Pozo, abajo. Muy profundo”, escuché.
“Aslan. Creo que me llamo Aslan”,
añadió. Pensé que no me habría entendido bien, o que de allí de donde viniera,
tal vez no tenían nombre, o simplemente me indicó el nombre por el que yo le
había llamado.
Nunca jamás había bajado al pozo. En
su momento, hace más de cuarenta años, recuerdo a unos albañiles allí abajo,
colocando unos anillos que previamente habían construido con ladrillos. A mi
padre lo había visto bajar alguna vez, para limpiar, cuando el nivel de agua
bajaba. Pero a mí nunca se me ocurrió, a pesar de una especie de escalera, con
peldaños de hierro, insertados en la pared vertical, que facilitaba la bajada.
Pues bien, sin pensármelo dos veces, levanté la tapadera del brocal (esta vez
la otra mitad) y me dispuse a bajar hasta el fondo del pozo. Entonces reparé en
el detalle del hueco en la costra de telarañas. Parecía estar claro que, de ser
cierta la locura que estaba viviendo y no lo estaba soñando todo, la criatura
que se apoderó del cuerpo de mi mastín, salió del pozo atravesando las
telarañas que cubrían la totalidad de la boca del pozo.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, a
pesar del calor sofocante. ¿Qué tipo de criatura sería? Eso de apoderarse del
cuerpo de los demás sólo pasa en las películas de alienígenas, pensé… ¿Era,
entonces, un alienígena el que controlaba el cuerpo de mi perro? ¿Por qué debía
creer a la voz que resonaba en mi cabeza? Era todo tan disparatado, y me dolía
tanto la cabeza, que me resultaba imposible poder aclarar las ideas. Allí, a mi
lado, se encontraba Aslan, con un comportamiento diferente al suyo habitual y
por si fuera poco, se estaba comunicando conmigo a través de la mente… Si no me
encontraba trastornado ya, lo cierto es que parecía tener sentido que el pozo
tuviera algo que ver con todo esto. De hecho, el primer contratiempo de aquella
tarde de locos fue que no salía agua, al poner en marcha el motor de la bomba,
algo que nunca antes me había ocurrido.
Una vez comprobado que llevaba mi
teléfono móvil en el bolsillo trasero del pantalón (podía resultarme de
utilidad la aplicación de linterna una vez abajo), dejé la azada apoyada en el pretil
y empecé, con mucho cuidado, más bien miedo, a bajar hacia el fondo del pozo. Otra
sacudida me hizo temblar de nuevo. Ya no recuerdo bien si se debió a la sensible
bajada de la temperatura o al estado de alarma en el que me encontraba desde
hacía un buen rato. Notaba una ligera corriente de aire que refrescaba mi
cuerpo, empapado por el sudor. El pozo no era especialmente profundo, no más de
siete u ocho metros, por lo que pronto toqué fondo. Apoyé los pies en unos
huecos del primer anillo y observé que había una abertura en el mismo, de forma
más o menos redondeada, aunque no perfecta. Se trataba de un agujero en la
pared de ladrillo de la estructura, seguramente conseguido por un impacto
suficiente para romperla y atravesarla. El boquete era, aproximadamente, de
medio metro de diámetro y al otro lado sólo se veía oscuridad. Oscuridad y
frío. Me acerqué, con mucho cuidado de no resbalar, para poder verlo mejor.
Efectivamente, tal y como me pareció, la pared del anillo del pozo había sido
perforada, bruscamente, desde el otro lado.
Aunque el tembleque de piernas volvía
a hacer acto de presencia, ya que había bajado hasta allí, tenía que intentar descubrir
lo que pudiera haber tras la abertura, si es que realmente había algo. Así que
metí la cabeza y, aparte de una oscuridad absoluta, sólo pude percibir una
ligera corriente de aire fresco y húmedo. Tomé el teléfono móvil y encendí la
linterna; dirigí el haz de luz hacia el interior de la negra cavidad y entonces
pude observar ante mí lo que a continuación describiré. Juro que no era un
sueño, ya que no desperté a continuación; ni me encontraba afectado por los
efectos del alcohol (a pesar del calor, aún no me había tomado una sola cerveza
esa tarde). Quedé tan impresionado por lo que apareció ante mí, que a duras
penas logré llegar a la conclusión de que aquello podría confirmar todo lo
anunciado por el ser que hablaba a través de mi perro.
Se trataba de una especie de túnel, corredor
o pasadizo subterráneo, sin ningún tipo de estructura artificial que lo sujetara,
para no hundirse. Tenía forma cilíndrica, con un diámetro de algo más de un metro,
y las paredes eran de roca y tierra. Del olor que desprendía, se podría llegar
a la conclusión de que el túnel había sido excavado recientemente. El suelo
estaba embarrado, con bastantes charcos, pero no había corriente de agua. Allí,
a unos metros de distancia desde donde yo observaba, atónito, pude apreciar una
especie de… ¿cómo definirlo? ¿a qué podía parecerse más, de lo que había visto
en mi vida hasta ese momento? Era un medio de transporte, de eso no cabía la
menor duda. Entre un bólido, de esos de la Formula 1 de hace muchos años y un
zepelín; con forma de huso y un tamaño más bien pequeño. Parecía metálico, de
color gris, a pesar de la suciedad que lo cubría. No creo que llegara a los dos
metros de largo y por su parte más ancha tendría un diámetro de unos ochenta o
noventa centímetros de grosor. No tenía ruedas. En su lugar había una especie
de cadenas, como las de los tanques militares. Y en la parte frontal, un
curioso artefacto que, dentro de mis escasos, más bien nulos, conocimientos de
este tipo de maquinaria, parecía dedicado a excavar, a modo de tuneladora.
Estiré mi brazo todo lo que pude,
para poder iluminar con la linterna aquella suerte de nave espacial
subterránea, pero la anchura de mis hombros no daba para pasar con holgura a
través del hueco y temí quedar encajado. Por ello, mi visión de lo que fuera
aquello que tenía ante mí, no resultó todo lo clarificadora que me hubiera
gustado. Aparte del único ángulo de visión del que disponía, el vehículo en
cuestión estaba muy manchado de tierra y barro… Pero sí pude apreciar que no
disponía de ventana alguna, ni frontal ni lateral… Muchos paisajes no se iban a
poder disfrutar en una ruta por el mundo subterráneo, ¿para qué ventanas?, dije
para mí.
En ese momento se me ocurrió la idea
de hacerle una foto al excepcional vehículo, o lo que demonios fuera aquello. Así
nadie podría llamarme loco cuando lo contara todo. Sólo disponía de una mano
para manejar el teléfono. Por el hueco había logrado meter un brazo y, a duras
penas, la cabeza, para poder ver mejor aquella asombrosa aparición. Así que,
con mucho cuidado apagué la linterna y accioné la cámara de fotos. Al girar el
móvil entre mis dedos, para encuadrar mejor la imagen que pretendía
inmortalizar para la humanidad, noté cómo resbalaba y se me iba de la mano. Fue
un acto reflejo, súbito, una décima de segundo, una reacción rápida, ágil… el
caso es que logré cogerlo en el aire, antes de que se perdiera por un oscuro resquicio,
justo debajo de mi brazo, cuyo fondo desconocía hasta dónde podría llegar.
Logré reponerme del susto y saqué del agujero, para tranquilizarme, tanto el
brazo como la cabeza. Guardé por un momento el teléfono en el bolsillo. Toqué
mi oreja izquierda y vi que sangraba. El brusco movimiento para recuperar el
móvil que caía, hizo que me rozara con fuerza contra el borde irregular del
boquete y me lastimé esa parte de la cabeza. No quise mirar si tenía más
heridas, aunque notaba un hilillo de sangre correr por la mejilla. Eso no era
lo importante ahora. Moví el cuello a ambos lados, para desentumecerlo. Durante
los minutos que había estado prácticamente colgado de aquel boquete, la
posición había resultado tan forzada que sentía un fuerte dolor en la
articulación del hombro y la zona cervical. Pero eso tampoco importaba. Limpié
como pude la sangre y el sudor con la camiseta, ya de por sí, empapada, y me
dispuse de nuevo a introducir el brazo y mi lastimada cabeza, oreja
ensangrentada incluida, por la abertura. Esta vez tenía preparado el móvil, con
la cámara y en la posición adecuada. Ya no tendría que hacer movimientos de
malabarista con él. Tampoco podía entretenerme, ya que la batería se agotaba.
Enfoqué a la oscuridad y disparé. Por
suerte aún pudo saltar el flash. Una, dos, hasta tres fotos le hice. Giré la
muñeca, eché un vistazo y vi que estaban perfectas. El objetivo estaba
cumplido. Un sentimiento de regocijo, por el logro de un propósito, compensó
todos mis dolores. Saqué, con más cuidado que nunca, la cabeza y el brazo de
allí y en el último suspiro, cuando ya salía la mano, agarrando el teléfono
como tal vez nunca había agarrado nada en mi vida, se escuchó un ladrido
atronador, justo encima de mí, retumbando entre las paredes del pozo, como si
del rugido más terrorífico del monstruo más monstruoso se tratara. El
sobresalto fue mayúsculo, el corazón casi salió de mi pecho y mi mano golpeó
contra un pico del borde del agujero, dejando caer el teléfono hacia la grieta
sin fondo y sin esperanzas. Esta vez no
sirvió de nada mi esfuerzo por volver a cogerlo. Cayó al vacío sin remisión.
Peor aún que al vacío, pues escuché cómo chapoteó en el agua, varios metros más
abajo.
Nunca sabré si el ladrido fue a
propósito, con el fin de que no pudiera obtener prueba alguna del hallazgo, o
simplemente el perro sintió la repentina necesidad de ladrar en el momento más
delicado de una operación, que quién sabe si podría haber cambiado el rumbo de nuestra
civilización moderna.
Salí del pozo sangrando (en el
segundo intento por recuperar el móvil, me golpeé en la frente, aún más fuerte
que la primera vez), empapado en sudor, dolorido y, sobre todo, hundido por la
impotencia de haber estado a punto de lograr con éxito una gran hazaña y
quedarme a las puertas, cuando estaba al alcance de mi mano… Nunca una
expresión tan manida fue tan acertada.
Aslan me esperaba, como si la cosa no
fuera con él, sentado junto al pretil del pozo. Me miraba fijamente y yo a él.
No sabía si me encontraba frente a mi bonachón y testarudo mastín o frente a un
enemigo, venido de no sé dónde y capaz de apoderarse del cuerpo de los demás. Aun
así, deseche volver a coger el azadón. Me sentía derrotado, sometido a su
voluntad y no sabía que decir o qué hacer. Entonces volví a escuchar esa voz
cavernosa en mi cabeza.
“Ya lo has visto. ¿Ahora me crees? Yo
no te miento. Necesito ayuda”.
—¿Y por qué te voy a ayudar?
—contesté, airado— Apareces en mi huerto, me dejas sin agua en el pozo y te
metes en el cuerpo de mi perro… Y además me dices que vienes de las
profundidades… No sé si eres malo o bueno, enemigo o amigo. No sé ni lo que
eres… ¿Por qué tengo que ayudarte?
“No malo. No enemigo —contestó la
voz—. Muy difícil explicar. No puedo contar todo. No puedo contar por tu bien.
No debes saber más. Necesito ayuda, muy fácil. Sólo dejarme marchar de aquí.”
—¿Dejarte marchar? ¿Y vas a dejar eso
ahí? —señalé hacia el pozo con el dedo— Dime de dónde vienes y quién eres y te
ayudaré.
“¿Si te cuento de dónde vengo me dejarás
marchar?”
—Sí. Puedes confiar en mí.
“Ya te he dicho. Vengo de muy abajo,
muy profundo…”
—¿Muy profundo de qué, de dónde?
—interrumpí.
“Muy profundo de este planeta.
Vosotros lo llamáis Tierra. Yo y los que son como yo vivimos allí desde hace
mucho tiempo. Más tiempo que vosotros aquí. Llegamos antes a la Tierra.”
Yo escuchaba sin alarmarme. Tras lo
que estaba viviendo desde hacía un rato, me esperaba algo así, la verdad, por
muy disparatado que parezca.
—¿Y no sabe nadie de vuestra
existencia? ¿Nadie sabe que estáis allí abajo desde siempre?
“Algunos humanos si saben. Los que
mandan en el planeta. Mantienen el secreto. No pueden saberlo todos, ahora no….
Otros tiempos, sí. Sí sabían y nos conocían. Otros tiempos. Ahora no.”
Quedé en silencio un momento,
intentando encontrar sentido a sus palabras. Y tal vez lo tenían. Tal vez
tenían mucho sentido…
“¿Crees lo que digo? ¿Me dejarás
marchar?
—Y qué saco yo no creyéndote —me dije
a mí mismo, en voz alta, más que contestándolo a él, ello o lo que fuera. Como
cuando hablas con tu perro, que realmente estás hablando contigo mismo, pero en
voz alta. Bueno, el caso es que estaba hablando con un perro, pero en este caso
sí me podía entender… bueno, esto se está complicando… sigamos— Sí, te creo.
¿Pero para qué quieres irte de aquí, si tienes tu nave allá abajo?
“Necesito encontrar alguien de los
míos fuera de aquí. Él me ayudará a volver a mi forma, para poder marcharme.
Pronto podré marcharme.”
—Entonces, ¿hay más como tú aquí
arriba, cerca de este sitio?
“Sí, hay más como yo. Pero no con
esta forma de perro. Ha sido un error elegirlo a él. Ha sido un error venir
aquí. Me equivoqué, mi destino era otro… Soy tonto. He sido torpe. Lo siento.
Tengo que solucionarlo, para poder volver. Así no puedo”.
—¿Y qué pasará con mi perro? ¿Qué
será de Aslan, cuando abandones su cuerpo?
“No sé con seguridad. Es la primera
vez que hago esto. Mi… amigo lo sabrá. Él sabe más que yo. Tiene un nivel
superior al mío. Es más perfecto que yo.”
—¿Más perfecto? ¿qué es eso de ser
más perfecto? —Le dije, aunque me preocupaba más lo que le pudiera ocurrir a mi
mastín…
“No te preocupes por Aslan —parecía
que estaba leyendo mis pensamientos—. Mi amigo hará lo que pueda por salvarlo.
Él es… él es de la élite. Nosotros vivimos mucho más tiempo que los humanos.
Desde que nacemos, vamos pasando por diferentes niveles de perfección. Vamos
evolucionando. Vamos perfeccionándonos. Yo, nivel bajo. Él, muy alto…”
Quedé en silencio, asimilando lo que
aquel ser me decía con su mente. Por un momento pensé lo realmente fascinante que
podría resultar la información que me estaba dando. Seres que vivían en nuestro
mismo planeta y de los que nada sabíamos, al menos la mayoría. Era algo
asombroso. Resulta que éste, que según decía él mismo, era de nivel bajo,
comparado con otros de su especie, había podido meterse en el cuerpo de un
perro, dominando su cerebro y comunicándose conmigo a través de la mente… Algo
de lo que los humanos estamos muy lejos, o sencillamente resulta inalcanzable
para nosotros. ¿De qué podrían llegar a ser capaces los de un nivel superior?
¿Qué grado de capacidad tan avanzado podría alcanzar su mente, según fueran
perfeccionándose?
Entonces la voz volvió a interrumpir
mis pensamientos.
“Tengo que irme. Necesito salir de
aquí… No puedo esperar más. Por favor. Hay una larga caminata hasta mi amigo”.
Se me ocurrió una idea. Ahora no
pensaba más que en seguir hablando con ese ser, saber más de él, de su mundo,
de sus portentosas habilidades.
—Si el sitio al que debes acudir está
lejos, puedo llevarte en coche hasta donde me digas…
“No puede ser. Debo ir solo. Te
agradezco, pero no puede ser. Tengo que irme ya”.
Sospechaba que esa iba a ser su
contestación, pero tenía que intentarlo. Algo dentro de mí tenía muy claro que
debía ayudarlo. La casualidad o el destino habían propiciado este encuentro. Un
encuentro insólito entre un humano y un… ¿cómo calificarlo? No era
extraterrestre, porque vivía en la Tierra, y desde mucho antes que el hombre,
según me decía. Pero sí era un ser diferente a lo que conocemos, un ser con una
capacidad mental maravillosa, seguramente mucho más avanzado que nosotros en
muchas cosas, pero que ahora dependía de mí para poder sobrevivir. Tal vez un
error de cálculo o una torpeza, según sus propias palabras, lo llevaron hasta
mi parcela y allí adoptó el cuerpo de mi perro, que ahora lo limitaba en su
movilidad y le impedía regresar sin la ayuda de un congénere superior. Y
necesitaba mi ayuda; dependía de mí. No podía negársela, no quería negársela.
—¿Y si no encontraras a tu amigo?
“Moriría en poco tiempo… Pero lo
encontraré. Sé dónde debo ir. Él ya me está esperando.”
Comprendí que no había más que
hablar. Me dirigí hacia la puerta de la valla exterior de la parcela. Aslan, o
quien decidía por él, me seguía, con la misma tranquilidad de la que había
hecho gala durante nuestra breve pero intensa relación. Descorrí el cerrojo y
abrí el portón, echándome hacia un lado. El perro me miró a los ojos por última
vez y ladró. Fue un único ladrido. Un ladrido que a mí me pareció de
agradecimiento, de amistad, incluso de amor. Un ladrido de despedida.
Salió andando, con parsimonia casi,
pero al poco inició la carrera y la mantuvo a buen ritmo hasta que lo perdí de
vista. No pude evitar que alguna lágrima resbalara por mi mejilla y se perdiera
en la tierra del que fue el hogar de aquel peludo cabezón y desobediente, cuyo
recuerdo siempre vivirá en algún rincón de mi corazón.
No volví a verlo nunca más. Al día
siguiente ya había agua en el pozo, por lo que deduje que todo salió bien para
el ser subterráneo. A pesar de dejar la puerta abierta durante unos días, Aslan
no regresó. En casa dije que se había escapado y que estaría viviendo una nueva
vida en la naturaleza. Mis hijos se pusieron muy tristes por su marcha, pero se
animaron imaginándolo tal vez en el bosque, con una nueva manada, de la que él
sería el jefe; acaso con una compañera, con cachorros… La imaginación infantil
suele dulcificarlo todo. En este caso, agradecí enormemente su comprensión. Me
ayudó mucho a sobrellevarlo.
Tampoco le conté la verdad a mi
esposa. Nadie, ni siquiera la persona con quien se comparte la vida, podría
creer una historia como esta. Hay que reconocer que más bien parece el resultado
de un cable mal cruzado en la cabeza de quien la pueda contar…
Pero ahora, que ya han pasado unos
cuantos años desde la asombrosa experiencia, me da igual lo que se pueda pensar
de mi lucidez mental. He sentido la necesidad de contarlo todo, tal y como
ocurrió. No quería que, con el paso de los años, se fuera perdiendo de mi
memoria y terminara en el olvido. No. Deseaba compartirla, en este papel, con
quien la quiera leer. Así, narrada a modo de cuento, nadie me tachará de loco.
Podrá ser tenida como una historia de ficción más; alguien incluso dirá aquello
de “qué imaginación tiene este Antonio”, o comentarios similares…
Pero nadie más que yo sabe lo que realmente
ocurrió aquel caluroso día de verano.
Fin
Un relato de Antonio Torres Ortega.
En Azuqueca de Henares.
Marzo de 2020 (cuando lo del coronavirus)