sábado, 12 de noviembre de 2022

 

Una historia de la noche de difuntos

 

 

En Zaragoza, junto al puente romano, a 31 de octubre de 2022.

 

Eran casi las doce de la noche cuando escuché la puerta de la vivienda colindante a la mía, la del tercero B, donde vivía doña Amparo. Aunque decir que vivía allí no era exacto del todo, ya que la misteriosa septuagenaria, de pelo blanco y piel morena, realmente vivía en su Badajoz natal y sólo se desplazaba a Zaragoza en fechas muy concretas y por periodos muy breves.

Era lo único que se sabía de aquella mujer, extremadamente distante y reservada, que, años atrás, había adquirido esa vivienda y apenas se relacionaba con nadie del vecindario, más allá de los educados saludos, que nunca faltaban, cuando se cruzaba con alguien en el portal o las escaleras.

Como cada treinta y uno de octubre, a medianoche, doña Amparo se disponía a salir de casa. Tras varios años observando este rutinario comportamiento, una curiosidad insuperable se apoderó de mí y salí detrás de ella.

Iba, como siempre, elegantemente vestida, con gabardina larga de color camel y zapatos de tacón bajo. Aunque había dejado de llover, se acompañaba de un refinado paraguas de bastón. La noche no era muy fría, pero sí húmeda y brumosa.

La seguía a una distancia prudencial, procurando no perderla de vista, a lo que la niebla no ayudaba en demasía. Su paso era firme y decidido; no parecía el típico paseo sin rumbo ni destino. Pronto dejamos atrás la imponente basílica del Pilar y, a través de la calle Milagro de Calanda, vi que se dirigía al puente de piedra, que franqueaba, imperturbable, el río Ebro desde los tiempos romanos.

No había mucha gente por la calle, tan sólo algunos jóvenes, con disfraces de Halloween, a los que parecía no importarles lo avanzado de la hora. Doña Amparo aceleró el paso, mientras cruzaba el puente. Casi al final, entre las dos últimas arcadas, atisbé lo que parecía una figura humana emergiendo de entre una espesa niebla que ascendía del río. La anciana, a la que seguía a unos veinte metros de distancia, se aproximó a aquella especie de sombra entre las brumas, hasta que llegó a ella y ambos, doña Amparo y la misteriosa silueta, se fundieron en un abrazo. La niebla los engulló y se desvanecieron ante mi incrédula mirada. Angustiado por lo que acababa de ver, decidí acercarme más al lugar de la escena.

Un escalofrío me recorrió de punta a punta cuando, tras disiparse entre jirones la bruma, pude percibir que allí no había nadie. Corrí hasta el pretil donde vi a las dos figuras por última vez, pero nada. Me asomé a las oscuras aguas de aquel que guarda silencio al pasar por el Pilar, pero no se veía más que cerrazón y negrura. Entonces me di cuenta de que me encontraba justo sobre el perturbador pozo de san Lázaro, lugar funestamente relacionado con trágicos accidentes y suicidios. Algunos aseguran que aquella profunda sima no tiene fondo; otros, que una corriente subterránea conduce hasta el mar. El caso es que, a lo largo de los años, muchos son los que han desaparecido para siempre tras caer en aquel agujero.

No sabía qué hacer, así que deambulé durante un rato, a ver si lograba encontrar de nuevo a doña Amparo. Poco a poco iba transcurriendo la noche, a medida que disminuía el tráfico de vehículos. Ya no se veía a nadie por el puente, cuando de nuevo una espesa niebla comenzó a inundarlo todo. De pronto, un frío intenso me traspasó los huesos. Quedé como petrificado al escuchar unos pasos acercarse a mí, entre la blanca espesura. Era ella, que surgió de la niebla igual que había desaparecido. Se aproximó hasta quedar frente a mí y me saludó con un cortés buenas noches.

Me costó entrelazar algunas palabras de manera inteligible, pero logré contestarla.

—La he visto desaparecer con alguien y me he preocupado por usted… Temía que pudieran hacerle algún daño, según están las cosas hoy en día…

Doña Amparo sonrió y, con una calma heladora, me dijo:

—He venido a ver a mi marido. Hace casi cincuenta y un años que se fue, aquí mismo —dijo la anciana, mientras señalaba en dirección al pozo de san Lázaro—, pero no se pudo despedir de mí, por eso no se fue del todo…

Con la vista perdida en algún lugar del puente de Piedra y sin perder la sonrisa, doña Amparo continuó su marcha. Yo no entendía nada y apenas logré balbucir unas palabras, a modo de despedida.

Tras una espera prudencial, también yo inicié el camino de vuelta a casa. Tenía la sensación de haber estado tan sólo unos minutos fuera, pero llegué pasadas las cinco de la madrugada. Al día siguiente, recordé un trágico suceso, acaecido justo en el lugar donde doña Amparo había desaparecido junto a la misteriosa sombra. El 19 de diciembre de 1971 (hace casi cincuenta y un años, como ella misma dijo), un autocar que hacía la ruta Barcelona-Badajoz perdió el control, mientras cruzaba el puente de Piedra, y fue a precipitarse sobre las frías y oscuras aguas del Ebro, en el pozo de san Lázaro. Los viajeros eran, en su mayoría, emigrantes españoles que trabajaban en Suiza y volvían para disfrutar de las fechas navideñas en familia. Hubo diez muertos, nueve de ellos desaparecieron entre las profundas corrientes de la inquietante sima y nunca más se supo de ellos.

 

 

Fin

 

 

 

Una historia de Antonio Torres, basada en hechos reales.

A 31 de octubre de 2022.

 

 

      

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