Hace muchos
muchos años, en una época en la que los hombres llegaron a conocer a los
dragones, ocurrió una curiosa historia con un niño y un dragón, de los llamados
“milenarios”, como protagonistas.
El niño vivía en una pequeña aldea,
cerca de las montañas, y pertenecía a una familia de aguerridos cazadores de
dragones. Eran hombres valientes que se dedicaban a proteger a las pobres
gentes indefensas de estas terribles bestias voladoras y escupidoras de fuego.
Un día el niño salió a pasear por el
campo, como era su costumbre, pero esta vez lo hizo solo. Tan absorto en sus
pensamientos estaba que salió de su camino habitual sin darse cuenta y continuó
andando sin rumbo definido durante un largo rato.
De pronto se dio cuenta que durante las
últimas horas había estado caminando por una pendiente que ascendía poco a poco
pero sin descanso hacia las estribaciones de una enorme y escarpada montaña. El
niño, un muchacho un poco distraído pero muy valiente, como el resto de su
familia, no dudó en continuar con su caminata, a pesar de tratarse de un lugar
desconocido para él. Tenía una corazonada; presentía que algo interesante le
iba a ocurrir si seguía adelante.
Sus pasos le llevaron hasta una gran
gruta, que se abría en la piedra de la montaña. Se acercó hasta quedar justo
enfrente de la enorme abertura, como si esperara ver algo allí.
Al otro lado de la misteriosa grieta se
escuchaba la respiración de algo o alguien que permanecía al acecho. Era un ser
enorme, cubierto de gruesas escamas, con un largo cuello y una aún más
interminable cola. Dos grandes alas descansaban plegadas sobre sus costados. Las
garras de sus manos, negras como la noche, estaban afiladas como cuchillos, y
las de sus pies eran del tamaño de un hombre.
¡Sí, amigos, era un dragón! Un
descomunal dragón, de color rojo como la sangre, que observaba con atención los
movimientos del niño, diminuto a su lado.
—¡Un cachorro humano! —se dijo el
dragón— ¿habrá venido a buscarme para darme caza? No veo que venga armado y no
parece muy temible, la verdad. Pero uno no puede fiarse de los hombres; son
malvados y sólo quieren matarnos.
El muchacho no podía imaginar lo que
había al otro lado de la grieta. Sus antepasados habían exterminado a los
últimos dragones de la región. Hacía muchos años que nada sabían de esas
bestias por aquellos lugares. Pero tenía la sensación de que algo había al otro
lado, quizá un oso…
Se acercó más a la abertura y, ni corto
ni corto ni perezoso, se introdujo por ella sin ningún miedo. La cueva estaba
muy oscura y no se podía ver nada. El niño andaba muy despacio, con los brazos
estirados hacia adelante, para no tropezar o chocarse con nada.
El dragón no salía de su asombro al ver
aquello: un cachorro humano que se aproximaba a él sin el más mínimo temor. No
era normal. Los humanos siempre habían temido a los dragones, por eso querían
cazarlos y exterminarlos. Por eso habían matado a toda su familia, sólo quedaba
él. Era el último de una estirpe muy especial de dragones: los llamados
dragones milenarios. Era una especie muy rara y con una cualidad que los
diferenciaba de todos los demás: No morían nunca, eran inmortales. Podían vivir
durante años y siglos y milenios, salvo que su vida les fuera arrebatada. Sólo
morían si los mataban, nunca por vejez.
—Si se acerca un poco más, lo
achicharraré —pensó el dragón—. Para terminar con este pequeño humano me
serviría con emplear una simple llamarada de uno de los agujeros de mi nariz.
Los dragones milenarios eran de los pocos
que podían arrojar su fuego no sólo por la boca sino también por los orificios
de la nariz.
Pero el joven muchacho, ajeno al grave
peligro que le acechaba, continuaba andando hacia la descomunal bestia.
De pronto el niño tocó algo con sus
manos. Supuso que había llegado al final de la cueva porque lo que palpó era
duro como la piedra; aquel oscuro lugar no debía ser tan grande como pensaba,
se dijo.
—¡Me está tocando! —se dijo el dragón,
indignado por el atrevimiento— ¡lo voy a achicharrar!
Pero no lo hizo.
El niño seguía pasando sus manos por las
enormes escamas del cuerpo del dragón, hasta que notó un ligero movimiento en
aquello que tocaba… No se trataba de una pared de roca, sino de algo vivo…
Entonces escuchó una voz ronca que
retumbó entre las paredes de piedra.
—¡¿Qué haces aquí?! —bramó el dragón.
Ahora sí el niño sintió miedo. Percibió
que algo de gran tamaño se movía delante de él. No sabía qué podía ser, pero al
comprobar que hablaba pensó que podría tratarse de un gigante o algo así.
El valiente pequeño dejó sus temores a
un lado y contestó, intentando mantener la calma.
—Creo que me he perdido, señor, ¿quién
es usted?
—¿Es que no lo sabes? —gruñó el dragón—.
¿Acaso no has venido hasta aquí buscándome a mí?
—No tengo ni idea, señor —contestó el
niño— y no he venido buscando a nadie. No conozco este sitio y no sé quién
pueda vivir en él.
—Soy un dragón, el último de mi especie.
El niño se quedó pensativo; no sabía que
aún quedaran dragones y mucho menos que pudieran hablar…
—Pensaba que ya no había dragones —dijo
el muchacho.
—Claro —contestó malhumorado el dragón—,
los humanos habéis hecho todo lo posible por exterminarnos a todos, ¿verdad?
El niño se sintió culpable y no sabía
qué decir. Precisamente su familia, desde hacía muchas generaciones, había
presumido de tener a los mejores cazadores de dragones. Su abuelo siempre le
contaba cómo terminó con los últimos dragones de los llamados milenarios, los
más difíciles de encontrar…
—Supongo que habrá sido con la intención
de defenderse —dijo el joven, no muy seguro de que sus palabras fueran del
agrado de la gran bestia que tenía ante sí.
Aunque no podía ver al dragón, sentía
que debía ser de un tamaño considerable. Empezó a temer por su vida el pequeño
aventurero.
—¡¿Defenderse?! —gritó irritado el
dragón— ¿Defenderse de qué? Los de mi estirpe nunca atacaron a los humanos,
nunca.
Entonces se mantuvo en silencio durante
un instante, antes de seguir, en un tono más calmado, incluso triste y melancólico.
—Pero los hombres nos buscaron y
mataron a todos los miembros de mi familia, menos a mí. Soy el último de mi especie.
El niño, además de miedo, empezó a
sentir pena por aquella temible bestia.
—¿Qué especie? —preguntó dubitativo.
—¡Ya te lo he dicho antes! —volvió a
hablar con su tono enfadado— ¡Soy un dragón! ¡Un dragón milenario! ¡El último de
mi estirpe!
Al decir estas palabras, se acercó
amenazante hacia el asustado pequeño, que recordó las historias que le contaban
en casa sobre la caza y exterminio de los últimos dragones milenarios. Se preguntó
si serían familiares suyos los dragones a los que mató su abuelo.
—Y… ¿qué vas a hacer conmigo? —preguntó
el niño.
—Tendré que acabar contigo, cachorro
humano, no me queda otra opción. Si no, les dirías a los tuyos dónde estoy y
vendrían a cazarme. Aunque huyera de aquí, terminarían encontrándome; para eso
los humanos sois muy listos.
En este momento, por primera vez, el
muchacho pudo apreciar entre las sombras el contorno del terrorífico animal. Era
mucho más grande de lo que sospechaba. Además, vio brillar claramente sus ojos
dorados cuando la bestia se acercó más a él. Tenía más miedo que nunca, incluso
le temblaban las piernas.
—Te prometo que si me dejas marchar no
le diré a nadie que te he visto —dijo el niño, inocentemente.
En el fondo se sentía culpable por todo
lo que su familia le había hecho a ese pobre dragón; le habían dejado solo en
el mundo, sin sus seres queridos. Pensaba lo triste que él mismo estaría si
alguien hubiera matado a toda su familia.
Pero el dragón soltó una estruendosa
carcajada.
—¿Dejarte marchar? No me hagas
reír. ¿Por qué iba a confiar en ti, en un humano?
—Porque te he dado mi palabra —contestó
el niño.
El dragón volvió a soltar otra
carcajada.
—¿Y qué valor tiene la palabra de un
cachorro de hombre?
El muchacho se sintió molesto por el
comentario del dragón. Él creía que su palabra valía mucho. Siempre cumplía con
lo que decía y estaba dispuesto a seguir haciéndolo.
—¿Qué valor tiene la palabra de un dragón?
—contestó el pequeño, desafiando a la descomunal fiera.
—¡¿Cómo te atreves?! —rugió el dragón—. ¡Un dragón milenario
nunca falta a su palabra! He vivido miles de años; antes de que tu raza
apareciera en este mundo yo ya había coexistido en paz y armonía con todo tipo
de especies. Nunca he traicionado, nunca he engañado…
—Pues mi palabra vale lo mismo —interrumpió el niño,
tranquilo y orgulloso—. Yo tampoco traiciono ni engaño a nadie.
El enorme dragón se enfureció tanto que empezó a echar humo
por los agujeros de la nariz. Parecía que en cualquier momento iba a comenzar a
lanzar llamaradas… pero no lo hizo.
—Me estás mintiendo, cachorro humano —dijo el dragón.
—No lo hago, señor dragón —contestó el niño, seguro de sí
mismo—. Tantos años de vida seguro que le han otorgado la sabiduría suficiente
para darse cuenta de que no miento.
El dragón se revolvió enfurecido, golpeando la cola y las
alas contra las paredes de piedra de aquella oscura caverna. Las llamas
iluminaban ya su boca y nariz; parecía un volcán a punto de estallar. Pero el
niño ahora no tenía miedo.
Con un mínimo esfuerzo la poderosa bestia podría haber
dejado al niño reducido a unas cenizas… pero algo en su interior se lo impidió.
Quizá detectó sinceridad en aquel cachorro de hombre; quizá la tentación de
poder hablar con alguien después de tantos años sin hacerlo con nadie; acaso no
podía dejar de aprovechar la oportunidad de aceptar el desafío de un humano y
salir victorioso de él…
—¡Acepto el reto! —dijo por fin el dragón.
El joven muchacho respiró aliviado. Ya pensaba que su fin
había llegado. El dragón continuó.
—Estoy dispuesto a dejarte marchar. Pero si me delatas,
prometo no descansar hasta encontrarte y acabar contigo.
—Me parece justo —contestó el niño, y ofreció su pequeña
mano al dragón para estrecharla, como hacen los humanos para llegar a un
acuerdo.
El dragón quedó extrañado por aquel gesto, pero también él adelantó
una de sus garras para que el niño la cogiera por una de sus uñas y se firmara
el pacto entre caballeros.
El pequeño abandonó sano y salvo la oscura cueva e inició el
camino de vuelta a casa lo más rápido que pudo, no fuera que la terrible bestia
se arrepintiera de sus palabras.
No sólo no dijo nada del dragón a nadie, sino que el niño
volvió hasta la montaña para visitar al dragón de vez en cuando. Una bonita amistad
surgió entre ambos con el paso de los años. El niño se hizo un hombre y mantuvo
su promesa hasta el final de sus días. Murió de viejo y nunca nadie supo nada
de su secreto. El dragón lamentó la pérdida de su buen amigo humano.
Ser honesto y cumplir siempre con la palabra dada puede
llegar a lograr las más extrañas alianzas y también las más fuertes amistades.
Es la mejor forma de ganarse el respeto y aprecio de los demás.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Espero que os haya gustado.
FIN