La
casa misteriosa
Semana Santa de 2022, trece de abril, en
algún lugar de la costa mediterránea.
Era
simple curiosidad, no interés real, he de admitirlo. El caso es que decidí
tomar una foto del número de teléfono que estaba escrito en el lugar, ahora
tapiado, donde debió ubicarse la puerta principal de la construcción, junto a
la leyenda “se vende, for sale”.
Se
trataba de una casa señorial, tipo palacete, abandonada desde hacía ya mucho
tiempo, según el estado de deterioro que mostraba. Una casa que parecía de otra
época. Posiblemente construida no en el siglo pasado, sino en el anterior. De
lo que no cabía dudas es que, en su momento de esplendor, seguramente
representaba la posición social distinguida, acaso noble, de sus propietarios.
Casi
siempre veraneábamos en el mismo lugar. Un sitio relativamente tranquilo, con
mar. La típica urbanización ideal para familias con hijos, con piscinas,
cuidados jardines y muy cerca de la playa.
Desde
la primera vez que acudimos a este rincón, me llamó poderosamente la atención
aquella especie de mansión en estado de avanzado abandono. Al encontrarse muy
próxima a la urbanización donde nos alojábamos, cada vez que salía a pasear o a
sacar a la perrita, iba a visitarla. Los muros exteriores de la propiedad, en
algunas partes, estaban completamente destruidos, prácticamente inexistentes,
por lo que se podía acceder sin problemas a la parcela que rodeaba la casa,
completamente asilvestrada, cubierta por hierbas altas, cardos y demás maleza
que crecía naturalmente entre varios pinos, de porte majestuoso, que
seguramente fueron ilustres testigos de las circunstancias que rodearon el
abandono de tan magnífica morada.
La
edificación tenía dos plantas y tres cuerpos bien diferenciados. El central era
algo más bajo que los otros dos, levantados en forma de torre, una de ellas
coronada por almenas, a modo de castillo medieval, y la otra, acabada en un
puntiagudo y decorativo chapitel de teja roja. Las ventanas eran altas y
alargadas en ambas plantas, propias de viviendas con techos muy altos. Las de
la planta baja estaban protegidas por bonitas rejas de hierro forjado, ya medio
oxidadas; las de la superior, con contraventanas mallorquinas, de madera, algunas
un tanto destartaladas y otras, cerradas a cal y canto, desde hace quién sabe
cuánto.
Junto
al edificio principal se encontraba otro, aledaño, prácticamente destruido, que
podría haber constituido la vivienda de los sirvientes. Y en la parte trasera
había una entrada amplia, que conducía hasta una especie de garaje, amplio y
con la puerta arrancada y destrozada.
Cada
vez que volvíamos a nuestro lugar favorito de vacaciones, normalmente en el mes
de julio, una de las primeras tareas, después de acercarnos a ver el mar, por
supuesto, y dejar a la familia instalada en el apartamento, era la de ir a
visitar la que terminé por llamar la casa misteriosa. Pensaba que
posiblemente, de una vez para otra, podría encontrarla restaurada, en proceso
de restauración o incluso habitada de nuevo. Pero no, año tras año me la
encontraba en el mismo o peor estado de abandono y deterioro.
Y
para que no le faltara de nada, también se decía que la casa tenía, cómo no, su
propio fantasma. Al parecer, quien aseguraba haberlo visto, lo describía como
un señor de alta alcurnia, vestido elegantemente de otra época, siempre de
negro, que intentaba mantener alejados de allí a los ocupadores no deseados… El
caso es que, espectros aparte, la estampa de la mansión tenía un cierto toque tétrico
y sombrío.
Hasta
ahora me había limitado a fotografiarla, desde diferentes ángulos y
perspectivas, a cierta distancia, y poco más. Imaginaba cómo debía lucir en sus
años de esplendor; me preguntaba quiénes serían sus moradores; hace cuántos
años vivieron allí y, sobre todo, ¿por qué se había abandonado una casa como
aquella? ¿Por qué nadie la había heredado o adquirido para arreglarla? ¿Por qué
tan espléndida mansión se iba consumiendo poco a poco, sin remisión?
Pero
en esta última ocasión, quién sabe si por creerme con algún derecho ilusorio sobre
aquella casa, señorial en su tiempo, desvalida y solitaria en la actualidad,
tras tantos años admirándola desde el respeto y la distancia, incluso
deseándola como propia, si las circunstancias económicas lo hubieran permitido,
decidí que era el momento de dar el paso de acercarme más a ella; de verla
mejor, de tocarla, de asomarme a alguna de sus ventanas desvencijadas de la
planta inferior, de pasear por la parcela, de sentirme parte de la historia de
aquel amor inalcanzable.
Y
entré en el término de la propiedad, por la parte frontal, en la que no había
ningún resto de vallado o muro exterior; en lo que debió ser el jardín de la
vivienda. Me acerqué a la casa, toqué su fachada, que aún conservaba su color
amarillento, muy desmejorado entre las manchas de humedad, las grietas y los
desconchones. Paseé a su alrededor, mirando hacia arriba, a los ventanales, las
torres, las almenas. No me sentía extraño allí. Percibí que me inundaba un
sentimiento de pena, respeto y un cierto cariño hacía aquel lugar. Entonces me
topé con la que debió ser la entrada principal, tapiada y enfoscada con cemento,
y aquella especie de grafiti, con el anuncio de se vende y un número de
teléfono. Saqué mi móvil y fotografié el rótulo. La curiosidad e imaginación
tomaron la iniciativa por mí, aunque en el fondo sabía muy bien que nunca
podría poseerla.
Antes
de irme de allí, tuve tiempo para observar algún detalle más, como una escalera
exterior, en la parte trasera, que moría en otra puerta tapiada, esta vez en la
segunda planta. Las dos únicas puertas de acceso a la vivienda estaban cegadas,
por lo que resultaba imposible entrar en la casa, puesto que todas las ventanas
de la planta baja estaban salvaguardadas por sólidas rejas. La única opción
para irrumpir en su interior consistía en trepar hasta alguna de las ventanas
superiores, a una altura considerable, aprovechando las que tuvieran las
contraventanas deterioradas. Junto a la base de la escalera se encontraba una
curiosa hornacina, encastrada en el muro lateral, ahora vacía, pero seguro que
en su momento cobijó la imagen de algún santo o virgen. Esto hacía suponer que
quien encargó la construcción de la mansión era de profundas creencias
religiosas. Me asomé, sin entrar, al espacioso hueco donde ya no había puerta,
de lo que parecía una especie de garaje o almacén, pero pude ver cómo en aquel
lugar si había indicios de cierto uso, aunque fuera por parte de personas
ajenas a la propiedad. Se veían cajas colocadas boca abajo, a modo de mesas,
con algunas botellas vacías de bebidas alcohólicas, un par de colchones,
algunas sillas de plástico, seguramente sustraídas de algún bar, y vasos y
cristales por el suelo. Me llamó la atención una pintada, a brochazos gruesos,
sobre la ennegrecida pared del fondo, que decía “VAIS A …” ¿Vais a qué? me
pregunté, aunque no le di mayor importancia. Me disponía a marchar de allí, no
sin antes echar un último vistazo a la fachada principal, enfocando mi atención
en la torre del tejado rojizo, de la que salía una terraza, cuyo suelo había
cedido. Justo sobre el dintel del espacioso balcón de su planta superior, tomaba
protagonismo una inscripción, en relieve, en la que se leía “Villaura”.
Era el nombre de la residencia.
Volví
al apartamento, con la familia, y continué con las actividades propias de estos
periodos vacacionales. Pero no lograba quitarme la casa misteriosa de la
cabeza, así que después del paseo con los niños para lograr el ansiado helado
de cucurucho, que tanta ilusión les hacía, eché mano del teléfono y, tras unos
instantes de indecisión, llamé al número que estaba escrito sobre el tabicado
de la puerta principal. Una inusitada agitación me acompañó durante los
segundos que sonó el tono de llamada. No contestaron y colgué, casi con cierto
alivio. Me sentí perplejo por la extraña sensación. Parecía absurdo, pero había
sentido temor a que me contestaran. De inmediato me arrepentí por haber
llamado; dejé el teléfono e intenté olvidarme de la llamada y de la casa.
Casi
lo había logrado, cuando de pronto sonó la canción “Close to me”, del
grupo The Cure, melodía de llamada de mi móvil. Algo en mi interior me
impedía ir a cogerlo, aun sin saber quién me llamaba… Uno de mis hijos me
acercó amablemente el teléfono y se quedó mirándome, perplejo, porque no
contestaba. Entonces lo miré (no lo había hecho hasta ese instante) y vi que se
trataba del número al que yo había llamado hacía poco más de media hora. Me
levanté y salí a la terraza, para estar solo, y contesté.
Era
una voz femenina, parecía de una mujer joven.
–Tengo una llamada perdida de este número, de hace un rato… ¿Me
has llamado?
Me pareció un tanto informal la forma de dirigirse a mí. Confirmé
mi sospecha de que no se trataba de una inmobiliaria. Sería la dueña de la
propiedad o alguien cercano.
–Eeeh… sí. He llamado por el anuncio de una casa abandonada…
–Ah, claro –me interrumpió–, la casa abandonada. Está en
venta, ¿quiere verla?
–La he estado viendo –contesté, pensando que poco más se
podía ver, al estar tapiadas sus puertas–, sólo era por saber qué precio tiene…
–Me pillas muy cerca de allí; te la puedo enseñar ahora
mismo.
–He visto que las puertas… –insistí,
pretendiendo dar por zanjado el asunto.
–No se puede entrar –volvió a
interrumpirme–, eso es verdad, pero te puedo enseñar algunas cosas, si es que
tienes interés.
En aquel momento me pareció escuchar de
fondo unas risas y alguien que mandaba callar a quien reía.
–Ya es un poco tarde –añadí–, ¿no sería
mejor mañana?
Eran más de las ocho y media. No
tardaría mucho en anochecer.
–Mañana salgo de viaje, tiene que ser
hoy, ahora. ¿Le interesa la casa o no?
Mi cabeza me pedía terminar la
conversación cuanto antes y olvidar el asunto, pero me sorprendí a mí mismo
diciendo que estaría allí en cinco minutos. “No tardas nada –me dije,
intentando convencerme de que había hecho lo correcto–, que te cuente lo que
sea de la casa, te informe del precio, que será inalcanzable, y asunto resuelto”.
Tal vez podría llegar a conocer la historia del porqué del abandono, pensaba,
durante los escasos dos minutos que tardé en presentarme en el lugar en
cuestión.
Cuando llegué no vi a nadie en la zona
de la fachada principal, lugar lógico para esperar a alguien que viene a ver la
propiedad. Tal vez había comparecido muy pronto, deduje. No tardará en llegar.
“Y si no viene nadie en unos minutos, me voy de aquí y punto”, me dije,
convencido. No obstante, decidí rodear la vivienda, por si acaso me esperaban en
la parte trasera.
Estaba doblando la esquina norte del
edificio, cuando me pareció escuchar algo tras de mí. No había terminado de
girarme cuando noté un fuerte impacto en mi cabeza y todo se hizo oscuridad y
silencio.
La consciencia volvió a mí, así como la
visión, aunque no para percibir ni ver nada bueno. Un intenso dolor de cabeza
apenas me permitía enfocar la vista en lo que tenía frente a mí, a pocos metros
de distancia. La bruma se iba dispersando, mientras empezaba a darme cuenta de
mi situación. Aparte del terrible dolor de cabeza, sentía frío en todo mi
cuerpo. También apreciaba dolor en las muñecas y los tobillos… Algo adhesivo amordazaba
mi boca y me impedía tan siquiera mover los labios.
Por fin vi donde me encontraba. Estaba
situado justo enfrente de la pared que había llamado mi atención tan sólo hacía
unas horas. Ante mí se mostró de nuevo la pintada que decía “VAIS A…” Apenas
podía mover la cabeza, por el lacerante dolor, para ver lo que me rodeaba, pero
percibí la presencia de varias personas y el olor de velas encendidas,
entremezclado con el de porro y alcohol… Estaba completamente desnudo, sentado
y atado a una de las sillas de plástico que también había visto por allí. Mis
tobillos y muñecas estaban fuertemente amarrados a las patas de mi asiento,
supuse que con bridas, y no podía moverme. Tal vez sí hubiera conseguido tirarme
al suelo, pero temía el impacto irremediable de mi cabeza contra el pavimento y
lo descarté de inmediato.
Entonces
oí una voz, masculina, a mi derecha, a muy poca distancia.
–¿Y
este tipo quería comprar la casa? Pero si apenas lleva pasta en la cartera, el
muy hijo de puta… A ver qué podemos hacer con las tarjetas; él ya no las va a
bloquear…
Escuché
alguna risa. Parecía haber, al menos, dos personas a mi diestra. Pero, justo desde
el otro lado, hizo acto de presencia una mujer, joven, para situarse frente a
mí.
–¡Ya
tenemos despierto a nuestro posible comprador!
Las
risas arreciaron. Reconocí la voz; la que hablaba era la misma persona con la
que había charlado por teléfono, hacía unos minutos. Acercó su rostro al mío,
sonriendo. No tenía aspecto de ser la propietaria de la mansión abandonada.
Sencillamente no tenía aspecto de ser la propietaria de nada.
Era
una joven de no más de treinta años, ojos grandes y mirada dura; piercing en
nariz, labio, ceja y más lugares que no pude determinar. Su pelo era moreno,
con flequillo recto y corto, rapados los laterales de la cabeza y rastas por
detrás. Noté que me tocaba; su mano se deslizó desde mi cara, pasando suavemente
por el cuello, pecho y abdomen, hacia la zona púbica. Su otra mano acercó un
porro hasta sus labios, noté el calor del cigarro por la proximidad, apuró una
intensa calada y soltó el humo suavemente sobre mi rostro. Las risitas volvieron
a hacer acto de presencia.
–Venga,
que no podemos perder más tiempo –intervino la voz masculina–. Ya nos ha visto.
Haz la ceremonia y nos largamos de aquí.
La
mujer que tenía enfrente, que seguía acariciándome, miró de manera áspera hacía
el lugar de donde venía la voz, afeando el apremio, pero guardó silencio.
Volvió sus oscuros ojos hacía mí y dulcificó su semblante. Dio otra calada y,
de nuevo, exhaló el humo hacia mí, en esta ocasión acercándose aún más, hasta
posar sus labios en los míos, de no mediar lo que, en ese momento, me pareció
cinta americana, fuertemente pegada a mi boca. Tras unos interminables
segundos, se apartó de mí, sin desviar nunca su mirada de la mía, sin dejar de
sonreírme. Cesó en su manoseo y cogió algo que, de inmediato, puso frente a mi
vista. Era un cúter.
Sacó
la cuchilla lentamente, disfrutando mientras observaba el gesto de terror que
se apoderó de mi semblante. No sé si por el frío o por el miedo, acaso por
ambos, pero no pude contener un estremecimiento que recorrió todo mi cuerpo.
–Yo
soy Laura, la señora de esta casa –me habló con una voz fría y firme– y debes
pagar por tu atrevimiento.
Entonces,
a un escaso palmo de mi cara, desvió su mirada hacia abajo. Yo no podía hablar,
gritar; no podía moverme. El dolor de cabeza parecía haber agarrotado mi cuello
y ni siquiera lograba girar la cabeza hacia un lado, para evitar su siniestra
mirada.
–Ahora
sí –miró, desafiante, hacia el hombre que había intervenido antes– es el
momento de la ceremonia de los cinco cortes. Cinco, ni uno más… Quien pretende
profanar esta nuestra casa, debe pagar con su vida.
Se
apartó un instante y señaló con su mirada las palabras escritas en la pared, a
brochazos, que en ese momento alcanzaron para mí una dimensión nueva y
desalentadora. “VAIS A…” Para mayor desesperación, observé que lo que en un
primer momento parecían tres puntos, realmente eran cinco, pero no redondos
precisamente, sino ligeramente alargados, como rayitas… como cortes, ¡los cinco
cortes!
Cómo
explicar lo que sentía en aquella situación. Mi aturdida cabeza no podía
asimilar con rapidez lo que se me venía encima. Tenía miedo, qué digo, estaba
aterrado, como no pensaba que se podía llegar a estar. No recuerdo si intenté
decir algo, si llegué a emitir algún sonido, si probé a moverme… El caso es que
antes de darme cuenta, noté cómo la cuchilla entraba en mi pierna, en la parte
superior del muslo, y comenzó a cortar, despacio y profundamente, en dirección
a la rodilla, hasta llegar a ella. Noté en la piel el calor de la sangre, al brotar
desde el abismal corte que partía en dos mi muslo derecho. Escuché “el
primero”. Forcé el cuello y pude mirar hacia abajo, para ver mi pierna abierta
en canal, manando sangre como una fuente. Sentí que me mareaba; la visión se
nublaba y empezaba, de nuevo, a perder la consciencia.
A
la sazón, noté cómo se clavaba de nuevo la cuchilla en mis carnes, mientras se
oía “el segundo”, esta vez en la pierna izquierda, para repetir la misma
operación. Corte hondo en el muslo, desde el inicio mismo hasta la rodilla.
Volví a sentir el calor de la sangre mientras envolvía la pierna entera. El intenso
dolor quedaba en un segundo plano, pensando que me iba a desangrar, si no
acababan con mi vida antes. Era muy difícil ordenar las ideas en ese momento,
pero una angustia vital se apoderó de mí y acepté que estaba a punto de morir.
Pensé en mis hijos, en mi esposa, en mi madre… Todo se terminaba para mí, no
volvería a verlos.
Cuando
escuché “el tercero”, la afilada hoja metálica ya había entrado en mi hombro
derecho y seccionaba, poco a poco, todo cuanto se encontraba en su camino,
hasta el codo. Un nuevo río de sangre fluía hacia mi mano y regaba aún más el
suelo del lúgubre lugar en que se había convertido el garaje que, unas horas
antes, había visitado. Cuanto me rodeaba se tornó nebuloso; la realidad
empezaba a jugar con la imaginación y los más terribles pensamientos. Tal vez
ya sólo esperaba que aquello terminara cuanto antes.
Un
bofetón en la cara me sacó del ensimismamiento e inconsciencia. Volví a ver
pegado a mí el rostro de la que se hizo llamar Laura, la presunta señora de la
casa. Su sonrisa ahora se había transformado en una especie de mueca maléfica.
–No
te vayas a desmayar ahora, que aún quedan dos y no te los puedes perder.
Se
oyó de nuevo la voz masculina cerca de mí.
–Esta
vez el fantasma de la mansión se está pasando de sangriento… ¿No dicen que usa un
bastón de señorito para atizar a los invasores? Pues me da que no va a colar…
Se
volvieron a escuchar risas.
–Venga,
que el cuarto va a ser rápido, ánimo –aquellos ojos oscuros, como la muerte,
parecían fuera de sí.
Noté
cómo la cuchilla, esta vez, a diferencia de las anteriores, surcó mi brazo
izquierdo de manera brusca y violenta. Fue la incisión que más dolió de todas.
Creo que debió rasgar hasta la superficie del hueso. No pude contener una
especie de gemido, que murió en la cinta americana que amordazaba mi boca.
Sin
darme tiempo apenas a reaccionar al brutal tajo…
–¡Y
por fin, el quinto!
Parecía
querer acabar con aquello cuanto antes. Un tono triunfalista y grotescamente épico
se dejó advertir en sus palabras.
Sentí
que la punta de acero penetraba en mi cuello y, súbitamente, saltó por los
aires. Escuché un fuerte golpe, justo delante de mí, donde se encontraba mi
verdugo, que desapareció en el acto, a la par que emitía un desagradable sonido
gutural. La luz de las velas, que iluminaba la pared situada frente a mí, se
vio sesgada por una sombra. La sombra de una figura humana, que cruzó delante
de a mí y desapareció en el acto. Allí se escuchó mucho alboroto; golpes,
gritos y carreras parecían volatilizarse en mi mente, que ya no distinguía si
estaba viviendo realmente aquello, si lo soñaba o simplemente me estaba
muriendo…
Cuando
desperté, me encontraba en una cama de hospital. No había sido un sueño, la
cabeza me seguía doliendo. Mi esposa estaba a mi lado y se aproximó para besarme,
mientras dejaba escapar discretamente unas lágrimas de alivio.
–¿Y
los niños? –pregunté.
–Están
fuera, esperando. ¿Y tú, qué tal estás?
–Bien
–contesté sin pensar–, estoy vivo.
–Te
has dado un buen golpe en la cabeza, pero no hay fracturas ni derrames…
–¿He
perdido mucha sangre? –interrumpí.
Mi
esposa me miró extrañada.
–¿Sangre?
Tienes la cabeza dura –sonrió–, ni una brecha. En estos casos dicen que es
mejor sangrar, para evitar coágulos internos y…
–Me
refiero a las piernas –volví a interrumpir–, los brazos, el cuello…
La
expresión de mi mujer dejaba claro que no entendía lo que yo intentaba decir.
Entonces, a pesar del agarrotamiento del cuello, me incorporé para apartar la
sábana y dejar al descubierto mi cuerpo, ver mis piernas y brazos, mientras
tocaba con mis dedos la zona del cuello donde había sentido cómo penetraba la
cuchilla del cúter… pero allí no había nada. Mis piernas y brazos se mostraban incólumes.
¡Ni un arañazo! No podía ser, pensé, era imposible…
–¿Qué
te pasa, cariño? –Su semblante ahora era preocupado.
–Me
hicieron unos cortes profundos –señalaba mis dos muslos y los brazos, incapaz
de comprender lo que estaba ocurriendo–, me estaba desangrando… ¿Cuánto tiempo
he estado durmiendo?
Mi
esposa intentó calmarme, posando su mano sobre mi hombro, a la vez que me
volvía a cubrir con la sábana.
–Nadie
te ha hecho nada. Al parecer te caíste desde lo alto de una escalera de la casa
abandonada esa que te gusta tanto… Ya me contarás qué hacías ahí subido. Te
encontraron unos vecinos, que sacaban a su perro por esa zona… Suerte has
tenido, que ya era de noche. Llamaron a una ambulancia y te trajeron aquí; me
localizaron con tu móvil y llevarás dormido un par de horas. Ya son más de las
doce. Vaya susto nos has dado. Ahora tienes que descansar.
No
daba crédito a lo que estaba escuchando. A punto estuve de porfiar y negar todo
cuanto me estaba contando, pero lo cierto es que no tenía señal alguna de haber
sufrido las graves heridas que estaba convencido haber visto cómo me las
infligían… Recordaba perfectamente el dolor provocado por los cortes,
especialmente el último; el calor de la sangre en mi fría piel desnuda; la
visión de mi pierna abierta en canal; mis manos y pies atados a la silla de
plástico, el quinto y último corte frustrado por lo que parecía una sombra…
–Van
a entrar los niños para verte y nos volvemos al apartamento. Nos han dicho que
esta noche tú debes quedarte aquí, en observación, pero te han mirado bien y
dicen que no hay nada grave, sólo un fuerte golpe. Mañana te darán el alta;
vendremos a por ti a primera hora.
Besé
y abracé a mis hijos como no recordaba haberlo hecho antes. Había imaginado que
no los volvería a ver y eso seguramente resultó lo más duro de asimilar. Todo parecía
ser fruto de mi imaginación, tal vez una alucinación provocada por el golpe en
la cabeza… Pero lo sentí tan real cuando creía estar muriéndome… Y, por otro
lado, en ningún momento tuve intención de subir esas escaleras… Yo acudí al
lugar porque había hablado por teléfono con una mujer, que me iba a explicar
las condiciones para adquirir la propiedad de la casa…
Ya
me había quedado solo en la habitación. Necesitaba descansar y, sobre todo,
algo que lograra sosegarme, para poder poner fin a esos terroríficos recuerdos
que, aunque la realidad me decía otra cosa, no dejaban de atormentarme. Me iban
a traer un relajante muscular, que me ayudaría a dormir.
Se
abrió la puerta y entró la enfermera, con un vaso de agua en la mano.
–Con
esto vas a descansar de maravilla –dijo, mientras preparaba el medicamento en
cuestión, de espaldas a mí, a un par de metros de la cama–. Te vas a quedar
dormido en menos de cinco minutos…
Entonces
me fijé en su peinado, un tanto extraño para una enfermera. Rastas por la parte
de atrás y rapado por los lados… Al darse la vuelta vi ese flequillo
característico y, al acercarse más, esos ojos de mirada asesina, los piercings…
¡Era ella!
–…
O, mejor aún –añadió, mirándome fijamente, mientras mostraba un cúter en su mano–,
en menos de cinco… cortes.
Desperté bruscamente,
sobresaltado y desorientado. No estaba en casa… ni en el apartamento. Necesité
poco tiempo para darme cuenta de que me encontraba en la habitación de un
hospital. El gotero que desembocaba en mi mano derecha me ayudó a confirmarlo. Me
sentía entumecido, agarrotado. Pude mover la cabeza lo suficiente para
comprobar que estaba solo. No podía mover nada más; cuando lo intentaba, sentía
un dolor agudo en brazos y piernas. Un aluvión de imágenes y recuerdos
inundaron mi confusa mente. El fuerte golpe que recibí en la cabeza no me había
provocado amnesia, desde luego, porque recordaba a la perfección todo cuanto me
había ocurrido. Esta vez me había despertado de verdad.
Vi que la puerta se abría y entraba, sigilosamente, mi
mujer. Un semblante cabizbajo y preocupado cambió súbitamente al descubrir que
ya me había despertado. Se acercó hasta mí, con los ojos inundados en lágrimas y
me besó, sin abrazarme. Sabía muy bien que no podía tocarme. Los dos lloramos.
–¿Y los niños? –pregunté.
–Están en la sala de espera, con ganas de verte, ¿qué tal
estás tú? –contestó, mientras me secaba la cara de lágrimas, tanto mías como
suyas. Yo no podía mover los brazos.
–Pues bien, estoy vivo.
De pronto me pareció haber vivido este instante con
anterioridad. Pensé en la pesadilla de la que acababa de despertar y por un
momento llegué a dudar de que no estuviera inmerso en una especie de bucle quimérico,
en el que un sueño sucede a otro y no se puede distinguir dónde termina la
realidad y empieza la ficción…
–Oye –espeté a mi esposa–, te parecerá una tontería, pero… esto
no lo estoy soñando, ¿verdad?
Me miró fijamente y, tras unos segundos, en los que pareció sopesar
lo que me iba a decir, se volvió a acercar a la cama y me habló en voz baja.
–Ojalá fuera una pesadilla, de la que pudiéramos despertar
los dos –sus ojos, color miel, volvieron a inundarse de lágrimas–. No sé si
habrían pasado dos horas desde que saliste del apartamento, cuando recibo una
llamada. Me dicen que son de la policía y que esté tranquila, pero han
encontrado mi número de teléfono como contacto prioritario en el móvil de
alguien que acaba de ingresar de urgencia en el hospital, con heridas graves…
La descripción encajaba contigo –noté cómo le costaba enlazar las palabras por
la emoción–, imagínate. No sabía qué pensar, si podría tratarse de un error, de
una broma… Pero yo ya estaba preocupada, porque no habías vuelto y te había
llamado varias veces… Cogí a los niños y me puse en marcha, ya de noche, sin
saber muy bien cómo venir hasta aquí… Cuando llegué, me atendió un sanitario,
junto a un policía, que me dice que están interviniendo de urgencia a alguien
cuyas ropas y teléfono reconocí. ¡Era tu ropa y tu teléfono!
Mi esposa no pudo contenerse y rompió a llorar de nuevo. Era
yo quien tenía que tranquilizarla.
–Ya ha pasado todo, cariño, estoy bien –le dije.
–Luego me enteré –prosiguió– que tus cosas las habían
recogido del suelo, sin tener muy claro al principio si pertenecían o no a la
persona a la que llevaban en la ambulancia, ya que se encontraron varios
heridos y hasta algún muerto… Y tú estabas desnudo y atado a una silla. Me
preguntaron si conocía algún motivo que pudiera justificar esa agresión…
Las emocionadas palabras de mi mujer me hicieron recordar
que hubo una trifulca, justo cuando me clavaban la cuchilla en el cuello, que
seguramente me salvó la vida.
–Parece ser que alguien te defendió –continuó, no sin
esfuerzo– y logró salvarte la vida. Al final, resulta que tuviste suerte de
que, justo en ese momento, un coche patrulla de la policía local pasara por la
calle y viera el alboroto, escuchara los gritos… ¡Te estabas desangrando! Si no
llega a ser porque la ambulancia acudió rápido y te trajeron pronto aquí…
–Al final resulta que he tenido suerte –repetí
inconscientemente, con una especie de sonrisa en los labios, no muy
convincente.
–¿Pero, por qué te han hecho esto, por qué a ti?
Lo cierto es que no tenía una respuesta para ofrecer a mi
esposa, de igual manera que no la tenía para mí mismo. Yo también me preguntaba por qué…
–Se me ocurrió llamar al número que estaba escrito en la
fachada de la “casa misteriosa” –contesté, enunciando la causa origen,
aunque no el motivo o justificación–. Por lo que se ve, no era ni de una
inmobiliaria ni de los dueños...
–Algo así me han comentado los de la policía –se enjugaba
las lágrimas de las mejillas, algo más tranquila–. Al parecer son unos
criminales que se dedican a ocupar casas abandonadas y a torturar y asesinar a
quien se acerca a ellas, mediante no sé qué ceremonias macabras… Por cierto, hay
un inspector, de la policía nacional, que quiere hablar contigo, cuando estés
bien, claro…
–¿Cuánto tiempo llevo aquí? –interrumpí, intentando cambiar
de tercio, un tanto sobrepasado por la situación.
–Casi tres días…
Pasaron otros tres y yo iba mejorando de las heridas.
Incluso hablaban de darme el alta hospitalaria, para poder regresar a casa,
tras unas vacaciones diferentes. Por fin vino a verme el policía que quería
hablar conmigo desde el primer momento. Insistió en la suerte que había tenido
por la casual aparición de un coche de la policía municipal, que patrullaba
justo por esa calle y escuchó gritos que, al parecer no eran míos. Por eso y por
la rapidez de la ambulancia al recogerme y llevarme al hospital más próximo, en
una localidad cercana. Nunca les estaré lo suficientemente agradecido. Otro
asunto es el de mi salvador anónimo, al que me temo no podré nunca darle las
gracias… o tal vez sí…
Le conté al inspector todo lo que allí ocurrió. Me preguntó
por lo que vi y escuché y, por sus gestos de aprobación, creo que todo, o casi
todo, encajaba en sus pesquisas. Le dije que sólo pude ver a una persona, la
mujer que me hirió con el cúter, aunque había al menos dos más, un hombre y
otra mujer, datos que él me confirmó y añadió que a mi agresora se la
encontraron muerta y a los otros dos, heridos de cierta gravedad. Se trataba de
delincuentes buscados por otros crímenes similares en diferentes lugares de la
costa mediterránea. Solían ocupar grandes casas abandonadas y aterrorizaban a
quien se acercaba a ellas. A veces, como fue en esta ocasión, escribían un
número de teléfono en la fachada, como reclamo de posibles interesados en la
propiedad, y si alguien contactaba, tenían la excusa perfecta para terminar con
él: Había intentado dejarles sin su morada.
–Llegados a este punto –hablaba el inspector, de unos
sesenta y tantos años y trato afectuoso, que me había interrogado con suma
amabilidad–, sólo me queda preguntarle por lo que ocurrió cuando alguien
decidió ponerse de su lado y defenderle de sus atacantes… ¿Pudo verlo?
El funcionario de policía me miraba fijamente, mientas
esperaba mi contestación, que no se hizo esperar en demasía.
–Pues el caso es que no vi a nadie –contesté–, pero sí
percibí el ataque. Escuché los golpes y los gritos, todo fue muy rápido,
especialmente con la mujer que me estaba acuchillando, que desapareció de mi
vista de repente, tras un gran impacto.
–Sí –asintió el veterano inspector–, recibió un golpe que le
destrozó la cabeza, casi se la arrancan… ¿Entonces no vio a su salvador?
–Bueno, lo único que vi en ese momento fue una sombra en la
pared frente a mí…
–¿Una sombra? ¿de quién o de qué?
–No sabría decirle, sólo que era una figura humana…
El cordial investigador no dijo nada; tan sólo me miraba,
esperando con impaciencia a que continuase.
–Le va a parecer una tontería, pero… aunque no lo vi con
claridad, dadas las circunstancias en las que me encontraba, ya sabe, me
atrevería a asegurar que la figura que vi proyectada en la pared llevaba
sombrero… y un palo en la mano…
–¿Podría ser un bastón? –el semblante del policía, de
pronto, parecía exultante; como si estuviera a punto de encajar la última pieza
de un puzle.
–Sí, eso, un bastón –contesté, mientras rebuscaba entre las
imágenes de aquellos dañinos recuerdos.
Entonces el inspector se levantó de su silla, satisfecho con
lo que yo le había contado y se dispuso para marchar de allí.
–Acaba usted de describir al principal sospechoso, al menos
para mí, de ser su defensor y salvador. Que quede entre nosotros, no va a
servir para mucho en la investigación, pero sí para este viejo policía.
Me quedé un tanto perplejo.
–Creo que no le acabo de entender…
El amable oficial se acercó de nuevo y me habló en voz baja.
–¿Cree usted en los fantasmas?
No esperó a que yo respondiera.
–Yo sí.
Dio media vuelta e
inició la marcha, pero, antes de llegar a la puerta, se volvió y añadió, después
de agradecer mi colaboración y asegurarme que le había resultado de gran ayuda.
–Por alguna razón que ignoro –entrecerró los ojos, mientras acariciaba
su perilla canosa–, usted le ha gustado al señor de la casa y, créame, hasta
donde yo conozco, y ya son muchos años siguiéndolo, es la primera vez que veo
algo así.
Se hizo un breve silencio. Yo permanecía expectante.
–Siempre se había manifestado iracundo, exhibiendo su enfado
hacia personas que pudieran importunar la intimidad de su morada, pero, nunca antes
había demostrado empatía hacia alguien… como lo hizo por usted.
Yo no tenía intención alguna de importunar o contradecir al
inspector de policía, que tan afablemente me había interrogado y, a la vez, compartido
sus sospechas conmigo, o tal vez sus certezas. Pero me resultaba difícil de
aceptar que el espíritu gruñón de una vieja casa abandonada fuera el
responsable de que yo siguiera vivo.
–¿Está
usted seguro –intervine– de que quien me salvó de morir desangrado y degollado
fue… un espectro? Y si es así, ¿cómo puede tener la certeza de que lo hacía por
defenderme a mí, en lugar de actuar, como dice que siempre hace, mostrando agresividad
hacia los que perturban la intimidad de su hogar?
Se
acercó, de nuevo, hasta mi cama, desde la puerta de la habitación, para poder
hablar en voz baja.
–Tal vez piense que soy un viejo loco, pero estoy
absolutamente convencido de que actuó para defenderlo a usted. Mi experiencia con
esta aparición y el testimonio de los supervivientes así me lo confirman. Primero,
actuó con más virulencia con la persona que estaba a punto de terminar con su
vida. La herida que tiene en el cuello era el inicio de la cuchillada que
hubiera acabado con su vida en el acto, el quinto y último corte, ya sabe, que
se vio súbitamente interrumpido por la contundente intervención de su salvador.
A los demás, los dejó vivos…
Continuó.
–Y
segundo: Uno de los dos supervivientes del violento ataque, con el que pude
hablar hace dos días, además de describir al agresor como una especie de figura
fantasmal con forma de “hombre elegante de otra época”, según sus propias
palabras, aseguró haber escuchado de la aparición las palabras “dejadle en
paz”, que, al parecer, repitió varias veces… El sujeto estaba aterrorizado,
incluso varios días después. Decía que quien atacó a su lideresa y a todos los
demás no era una persona humana, sino un fantasma o un demonio… “Igual que
surgió de la nada para defender al tipo ese, se desvaneció en el aire, una vez
cumplido su cometido”.
Y
concluyó, antes de marcharse de la habitación.
–Ahora
usted es libre de pensar lo que desee o lo que su mente racional le indique. Yo
ya he sacado mis conclusiones. Agradezco enormemente su colaboración y le deseo
una pronta recuperación.
Sigo recuperándome, tras varias semanas convaleciente, aunque
ya puedo hacer vida normal. Si digo que hay día en que no recuerde alguna de
las imágenes de aquel trece de abril, mentiría. Si digo que, por las noches, en
los momentos de ensoñación, no experimento sobresaltos y pesadillas con la
mujer de las rastas, que a punto estuvo de terminar con mi vida, mentiría aún
más. No sólo quedaron cicatrices en mi cuerpo, que me acompañarán hasta el
final de mis días; sobre todo permanecen en mi memoria. Creo que no volveré a
ser el mismo, pero ¿quién podría serlo, después de haber vivido una experiencia
así?
De nada sirve ya culparme por haber llamado a un teléfono al
que nunca debí llamar. Y aún menos por haber acudido a una cita que ya, desde
el principio, despertó mis recelos y hasta cierto temor, como si algo en mi
interior pretendiera prevenirme de un peligro que se cernía sobre mí… A veces
las cosas ocurren porque tienen que ocurrir, no hay que darle vueltas.
Pero, aunque resulte difícil de creer, lo que no puedo
evitar es el deseo de volver a encontrarme frente a la majestuosa mansión abandonada,
o casa misteriosa, como me gusta llamarla, en la que todo ocurrió… Algo
en ella me conquistó desde el primer día que la vi. Algo de ella me salvó la
vida, cuando estuve a punto de perderla.
Fin
Una
historia de Antonio Torres,
en
Azuqueca de Henares, a 13 de junio de 2022