Otro día más, de camino a Madrid. La misma
rutina de siempre, madrugando sin tregua para trabajar. Línea C2 de Cercanías,
aún de noche.
Como cada mañana, se ven las mismas
caras, con alguna ausencia y alguna novedad. Es lo de todos los días.
Esa parejita de hermanos (deben serlo
porque se parecen muchísimo), que van al colegio fuera de su ciudad. Mochilas
cargadas de libros y caras alegres y sonrientes, mucho más que la mayoría de
las que se ven en el andén a esas horas tempranas. El niño aún viste uniforme,
pero ella parece orgullosa de no tener que llevarlo ya (lo llevaba hasta el año
pasado) porque es mayor, al menos más que su hermano. Habrá empezado la ESO y,
a pesar de seguir siendo una niña, parece verse a sí misma como una mujercita
que ya no tiene que llevar el uniforme de los pequeños, que cuida de su
hermanito y que tiene teléfono móvil, que no para de mirar, entre risas,
disfrutando de esa preadolescencia de color de rosa.
Ahí está la rubia teñida que no deja de
hablar, como todos los días, a la señora morena, alta, de origen rumano, que no
hace otra cosa que escucharla, asentir con la cabeza y, de vez en cuando, hacer
algún breve comentario. La rubia parece estar siempre indignada con algo.
Últimamente se ensaña de manera especial con el que ha sido su esposo hasta
hace poco. Su ex, como ella lo nombra, tal vez para no mencionar siquiera su
nombre, no para de hacer todo lo posible para fastidiarla y hacerla infeliz,
según dice. Aunque la verdad es que la rubia nunca ha parecido ser feliz.
Siempre se muestra malhumorada; nunca la he visto sonreír. Y yo me pregunto,
¿cómo fue tan tonta para casarse con un hombre que resulta que es tan malvado y
tan gilipollas?
Llevo unos días sin ver a un señor
muy alto, con gran barriga y con mochila al hombro. Pelo muy negro, peinado
hacia atrás y gesto adusto. Solía charlar, con su grave vozarrón, en el andén, con
un hombre de rasgos sudamericanos, mucho más bajo que él. Conversaciones
triviales, pero amables, sobre el tiempo, la rutina del trabajo o los
políticos… Pero ya hace un tiempo que no lo veo. Supongo que habrá cambiado de
trabajo, a otro mejor, en el que pueda ir en coche o andando. Sí, debe ser eso,
un nuevo trabajo cerca de casa. Por eso ya no tiene que coger el tren…
Aquí llega el calvito con gafas que
siempre intenta sentarse en el mismo sitio todos los días. No siempre lo logra,
ya que sube en la segunda estación. Va solo y no habla con nadie, acaso un
gracias o un perdón al entrar o salir de su asiento, entre los demás pasajeros.
Ya nadie habla con nadie. Antes, hace tiempo, se saludaba a todo el mundo. Se
entablaba conversación con los desconocidos que se sentaran enfrente, hasta que
se bajaran en su estación de destino. Pero de eso ya hace tanto… Ahora cada uno
va a lo suyo, inmerso en sus pensamientos, sus problemas, su libro o su móvil.
El señor calvo con gafas es un pasajero como tantos otros calvos con gafas. Uno
más entre un millón; tan normal como cualquiera de los demás viajeros; tan
especial como el más especial de ellos, quién sabe si más. Su semblante serio a
veces se ve interrumpido con alguna sonrisa que ilumina su rostro y le hace
parecer otra persona distinta, supongo que por algo que escucha en la radio o
lee en su libro… o tal vez algo que imagina su mente y le provoca esa expresión
o le trae a la memoria algún grato recuerdo. A mí me parece que ese hombre
suele estar en un mundo diferente al que encierran las paredes del vagón cada
mañana. Le gusta mirar por la ventana para observar el cielo cuando empiezan a
despuntar los primeros rayos de luz, especialmente si los amaneceres son
rojizos y desgarrados, poniendo una nota de color al paisaje gris y feo de las
zonas industriales del recorrido.
Otra que siempre se sienta en el
mismo lugar, del mismo vagón, es la señora que suele ir vestida de chándal.
Sube al tren en la primera estación y no hay quien le quite el sitio. Tiene esa
edad que hace dudar entre llamarla chica o señora… Suele llevar el pelo
desarreglado y la cara, poco expresiva, ni guapa ni fea, siempre sin maquillar.
Nunca he escuchado su voz. Para mí que es maestra de gimnasia, o educación
física, como dicen ahora…
No muy lejos de allí, el tipo que
siempre va durmiendo. Es un profesional. Se cala hasta la nariz un gorro de
lana, sea invierno o verano, y ale, a continuar con la relajante actividad que
ha tenido que interrumpir un momento antes. No parece tener problema alguno en
conciliar el sueño. Es sentarse, acomodarse, colocarse el gorrito, cabeza
apoyada en el cristal de la ventana y a dormir, boca abierta incluida y babilla
resbalando mentón abajo las más de las veces. También algún que otro ronquido
de vez en cuando, pero nada le hace interrumpir su cabezada. Eso sí, justo
antes de llegar a Atocha, el tío se despierta, como un reloj. Nunca he llegado
a escuchar la alarma, pero sospecho que ese es el secreto de que nunca duerma
más de la cuenta y se pase de estación…
Y así decenas, cientos, miles de
viajeros, de acompañantes, de compañeros, de amigos. Cada uno de todos ellos van
subiendo y bajando en las diferentes estaciones del trayecto. Sólo unos pocos
llegamos hasta el final del recorrido. Parece un día más, pero no lo es. Es un
día especial, al menos para mí. Hoy es mi último día de trabajo. Mañana no
volveré a ver las caras que veo todos los días; no voy a escuchar las distintas
conversaciones, ni soportar los apretones, discusiones, pisotones… Los echaré
de menos a todos para siempre, pero nadie me echará en falta a mí. Otro mejor
que yo hará mi trabajo a partir de mañana. Otro más nuevo, más limpio, con los
cristales sin rayar. Otro que no tendrá averías tan a menudo… Un nuevo tren se
encargará de llevar a su destino a todos mis amigos de tanto tiempo. Nadie se
acordará ya del viejo cercanías que durante tantos años los llevó y los trajo,
con sus grafitis, sus asientos sucios de tanto poner los pies, sus achaques,
más numerosos de lo deseado en los últimos tiempos, pero con tanta vida dentro.
Desde mañana quedaré vacío y solo. Prefiero no pensar cuál será mi destino. Tal
vez, si tengo suerte, me oxidaré en silencio en un hangar, parado para siempre…
Un relato de Antonio Torres.
Azuqueca de Henares, a 05 de febrero
de 2020.
No hay comentarios:
Publicar un comentario